En el momento que escribo este artículo (19 de enero de 2022) el mundo se debate entre quienes apoyan al tenista Novak Djokovic que fue expulsado de Australia por negarse a ser vacunado contra la COVID19 y quienes, lejos de considerarlo un mártir o un paladín de los derechos humanos, aplauden la decisión del gobierno australiano. En lo personal aplaudo la decisión de los australianos y de los franceses.
Pero hoy no pretendo argüir con relación a a la postura de las personas antivacunas y menos referirme a los negacionistas de la pandemia. Mi propósito es visibilizar los buenos rostros, de los que pocas personas sabemos. Estamos al corriente de ellos porque hemos coincidido frente a frente, hemos advertido su dolor y también el abstruso sufrimiento que han padecido. Me refiero a médicos y enfermeras de primera línea a nivel hospitalario o que trabajan en las comunidades del interior del país.
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Ejemplificaré con un caso real. Se trata de un médico que fue mi alumno durante el primer cuatrimestre de 1990. Entonces yo tenía 37 años y él no sobrepasaba los 23. Nos encontramos por casualidad el lunes recién pasado en un centro comercial de Cobán. Me vio, se presentó, nos reconocimos y nos abrazamos. A decir verdad, yo no lo habría identificado. Y con la debida autorización de él describiré a quien yo consideré una persona de siete décadas. Actualmente tiene 54 años. Se veía cansado, agotado, con el cabello totalmente cano y con alguna dificultad para respirar. Me contó que desde el inicio de la pandemia no había tenido ni una semana de vacaciones. Se dedicó de lleno a atender a los más necesitados y en ese ínterin padeció dos veces la enfermedad antes de ser vacunado. Para no poner en riesgo a su familia se aisló en una habitación aledaña a su casa y no convivió con su esposa ni con sus hijos hasta que todos estuvieron inmunizados. «En ese tiempo se me fue la vida», me dijo.

Cuando fue mi alumno era un deportista consumado. Todos los días salía del hospital de Cobán para trotar un circuito de ocho kilómetros a un paso no mayor de seis minutos por kilómetro. Como si aquella rutina fuera poca, jugaba baloncesto tres veces por semana y se mantenía alejado de cualquier vicio. Al rememorar aquellos momentos me compartió con una inflexión de voz que denotaba nostalgia y alegría entremezcladas: «Yo sabía que esas buenas prácticas tenían un propósito en mi vida, más allá de conservar la buena salud. Pero no sabía cuándo ni cómo llegaría el momento de ese propósito».
Dialogamos unos cuarenta minutos y durante ese lapso sucedieron dos hechos trascendentales: pude sentir la paz que irradiaba a través de la expresión de su rostro y su mirada bondadosa, y cierta ansiedad que yo estaba sufriendo (a causa de noticias de la pandemia recibidas ese día) dejó de serla. Su platica versó sobre los diferentes roles que le ha tocado asumir más allá de su condición médica. Ha sustituido a ministros religiosos que se han negado a asistir a los pacientes graves con COVID19 (reconoció que hay algunos que sí lo han hecho), ha sido trasmisor de mensajes que moribundos han enviado —a través suyo— a sus familiares, se ha desempeñado como portador de noticias gratas unas veces y fatales otras (proveyendo consuelo en la mayoría de los casos) y no pocas veces ha tenido que orar junto a los enfermos a petición de ellos.
Una llamada a su teléfono móvil nos interrumpió. Tenía que marcharse. Después de un segundo abrazo lo vi desaparecer entre las personas que circulaban en el centro comercial y me di cuenta entonces que yo había estado ante la manifestación de un signo de los tiempos.
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