No se refería de manera exclusiva a la muerte física sino a la muerte anímica, de salud mental, de encontrar a los demás, del deseo de ser encontrado, de recibir solidaridad y de ser solidario, de no acoger aquello que mata y en consecuencia mata a los demás, de tener un proyecto de vida, de luchar por concretarlo y de buscar la felicidad plena.
Me parecía un discurso agradable, que llamaba a la conciencia y nos hacía reflexionar con relación a nosotros. Pero, a decir verdad, nunca pensé en los otros hasta que tuve un encuentro que me hizo pausar mi quehacer diario y sentarme en la última banca de la Catedral de Cobán. Ahí, ante la Eterna Presencia, medité acerca de cómo concretar todo aquello (relacionado con la conciencia solidaria) que surgió en mi mente tras ese frente a frente con una realidad que nunca antes había experimentado.
Me sucedió hace ocho meses, fue en el mes de febrero. Yo iba saliendo de la Catedral de Santo Domingo de Guzmán (a donde paso con alguna frecuencia para hacer lo que nosotros los católicos llamamos una visita al Santísimo). Era cerca de las 18:00 horas y estaban entrando algunas personas, asumo, para asistir a algún servicio religioso. Iba ya con paso rápido fuera del atrio (porque estaba lloviznando) cuando escuché que alguien me llamaba. Se trataba de un joven de unos veintidós años, pero con una sobrecarga de una centuria en su expresión facial. Las mucosas de sus ojos estaban enrojecidas y, por un momento, creí que podría estar bajo efectos de alguna sustancia medicamentosa o de otra índole. Pero no. Estaba muy cuerdo y orientado en tiempo espacio y persona. Me di cuenta de que llevaba una biblia entre sus manos. Al acercarse me miró y me dijo: «Necesito que me perdone, para seguir aquí –señaló hacia adentro del templo– necesito que me perdone». Yo le pregunté si por acaso no me había confundido con alguien y me respondió que no. Él sabía quién era yo y allí comenzó una plática que duró unos veinte minutos.
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Me compartió que él había sido un netcentero y que me había hecho mucho daño atacándome por redes sociales. Yo le contesté con la verdad: Nunca supe de esos ataques, no me di cuenta y nadie me dijo algo. Ello le proveyó algún alivio y se desahogó. Entre las vicisitudes adversas que me expresó, listó las siguientes: «Uno viene de las heridas que le han provocado», «a veces desde niño uno es golpeado», «no se tiene la verdadera intención de hacer daño», «yo no quise seguir en eso…». En algún momento le pregunté si por acaso yo lo había ofendido (involuntariamente) y me respondió: «No, eso es lo peor, nunca me hizo algo para que mereciera lo que yo hice, solo me pagaron por hacerlo». Se puso a sollozar.
Para entonces yo guardaba una distancia prudente. De pronto levantó su rostro y me dijo: «Para seguir aquí –volvió a señalar hacia el interior de la Catedral– yo necesito que me perdone» y me contó que estaba en un grupo religioso al cual se había apegado para cambiar esa vida. Me acerqué (no sin algún recelo) y lo abracé. Lloró más. Le dije que no era necesario que lo perdonara por algo que a mi juicio no me había hecho (porque ofendido yo no estaba) pero que contara con ello si ofrecérselo lo hacía sentir bien. Me dijo que sí. Adentro comenzó a escucharse un canto colectivo y me indicó que debía entrar. Como despedida me preguntó: «¿Quiere saber mi nombre?». Yo le respondí que no y le pedí a cambio que orara por mí.
Al llegar a mi casa busqué el libro La danza de los íntimos deseos. Siendo persona en plenitud de Carlos Rafael Cabarrús y encontré en la página 43: «Al ser la conciencia una voz que brota desde tu manantial y te invita a tomar una opción fundamental de vivir, de crecer –aunque también existe la posibilidad contraria: que no la escuches o no la acojas y entonces, optes por la muerte, por lo que te mata y mata también a los demás–, se constituye en lo típico del ser humano, y por lo tanto es el gran parón para discernir en el ámbito humano»[1].
Sin duda alguna, la persona aquella había optado por la vida y descartado a la muerte, esa muerte que no es física pero que mata como aquel veneno que actúa a lo largo de los años. Se había decidido por esa agua que sacia la sed de vida y que viene del propio manantial que todos tenemos dentro y que solo hay que saber encontrarlo para darle salida.
No lo he vuelto a ver, pero cada vez que paso por el atrio de la Catedral pienso en él y hago una reverencia con la cabeza hacia el sagrario, donde mora la Eterna Presencia, para, sin proferir palabra, encomendárselo a fin de que siga escuchando la voz de su conciencia y decidiéndose por la opción fundamental de vivir.
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[1] Cabarrús, Carlos. (2006). La danza de los íntimos deseos. Siendo persona en plenitud. Bilbao: Desclée Brouwer. P. 43, 3ª. Edición.
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