Eso es lo que nos dicen a gritos nuestras cifras de pobreza. Guatemala sigue aumentando el porcentaje de personas que han caído en ese inframundo y que quizá no van a salir jamás de allí. ¿Qué le suena alarmista? ¿Qué le parece exagerado? ¿Qué soy un amarillista? No lo creo francamente. Solo subrayo ese patético y vergonzoso diagnóstico que tenemos entre manos.
Se nos pasó la década de oro de la política social latinoamericana. Mientras todo el barrio hacía su chamba, nosotros nos sacábamos los ojos unos a otros, enfrascados en discusiones bizantinas, estériles, estúpidas: que si debíamos repartir peces o enseñar a pescar; que si el programa tal era una maldición porque lo había instituido una señora que nos caía mal porque tenía mal modo para hablar, porque era poco agraciada y porque no había sido legítimamente electa; que si estábamos haciéndole un profundo daño a toda una generación por dar unos pocos quetzales a cambio de que niñas y niños fueran a la escuela y al centro de salud a vacunarse.
Porque —según nosotros, los ladinos urbanos, clasemedieros, más o menos educados— los pobres son pobres por haraganes y faltos de iniciativa. Porque —según nosotros— en este país cualquiera que quiera tomar un azadón, una láptop, un taxi, un crédito bancario o un tractor sale adelante. Si trabaja duro, de sol a sol, algún día prosperará y será el siguiente poster child de la Enade. Así de ingenuos podemos ser.
El problema —repetimos como loros— son ellos, los de abajo, los condenados al piso de tierra y a la letrina, los que no logran encontrar la alcantarilla para poder asomar nariz y ojos desde su inmundo sótano, oler un poco el aire fresco que respiramos y ver la nitidez de los colores con que está pintado nuestro mundo, el de los de arriba. Son ellos los que no logran darse cuenta de que esta es la tierra de la oportunidad. Pero es que así son los pobres: inútiles, tontos, miopes, desinteresados en tener una mejor vida.
Por lo tanto, el problema es de ellos, no de nosotros. La responsabilidad es de ellos, no de nosotros. La culpa es de ellos, no de nosotros. Si usted y yo salimos adelante sin la ayuda del Estado, ¿a cuenta de qué vamos a tener que financiar a todos estos con transferencias públicas?
Así es como a nosotros ni siquiera nos pasa por la mente que algo podamos estar haciendo mal como sociedad, como gobierno, como individuos. Y es que, como leemos y viajamos tan poco, no nos damos cuenta de que hace muchos años podríamos haber ensayado soluciones que otros ya intentaron y con muy buenos resultados.
En cambio, nos dejamos consumir por la fiebre de la transparencia, aunque después no sepamos qué hacer con ella. Nos asustan las ideas lógicas y simples porque esas son las que realmente amenazan. Si las entiende hasta el pueblo, deben de ser subversivas. Si escuchamos palabras como Estado fuerte, democracia, participación ciudadana o inclusión, nos tiemblan las canillas porque seguramente hay fuerzas oscuras detrás que lo único que buscan es desestabilizar.
El verdadero problema, sin embargo, es que ellos, los miserables, los sistemáticamente olvidados, los de abajo, los pobres, ellos son muchos más que nosotros. Y ese es un dato que no podremos seguir barriendo bajo la alfombra por mucho tiempo más.
Si realmente gobernáramos para la mayoría, la prioridad nacional debería ser una sola: reducir esta enorme e injustificada pobreza. Así de simple. Así de sencillo. Así de subversivo.
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