Guatemala se acerca a la ineludible obligación constitucional de elegir gobernantes. Pero, en lugar de sentir entusiasmo, la mayoría tiene la sensación de ser espectador de un teatro del absurdo, imparable y siniestro, con muy pocas razones para confiar que el evento electoral pueda generar la profunda transformación que el país necesita. Lejos de un cambio cosmético y meramente formal que nos mantendrá enfilados al abismo, lo que nos urge es un viraje dramático. Llevar al país a su sentido lógico: una organización dedicada a resolver los problemas ciudadanos y procurar el bien común. En las actuales circunstancias, ¿existe alguna esperanza de que las elecciones nos llevarán a este derrotero?
El pecado más hondo y sentido de estas elecciones es el grave deterioro institucional. Los derechos políticos de elegir y ser electo están afincados en un orden jurídico respaldado por una compleja red de órganos destinados a preservar el imperio de la ley y salvaguardar las garantías ciudadanas. En Guatemala, todo este andamiaje se ha derrumbado y lo que queda es una mera fachada. Detrás, está la verdad de la situación: las instituciones, los funcionarios electos para salvaguardar nuestros derechos ahora son las herramientas que utilizan las mafias para consolidar su poder. Les procuran favores e impunidad sin respetar ningún límite… excepto el de las apariencias. Se elaboran narrativas, se buscan dudosas razones para barnizar el endeble soporte a lo espurio. Ha dejado de importar la credibilidad de los actos. Todo se resuelve a favor de quienes interesan, no importando el costo ni para el país, ni para las condiciones de vida de los ciudadanos, en franco deterioro.
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El Tribunal Supremo Electoral no es una isla virtuosa en medio de la corriente sucia que nos arrastra. Los magistrados fueron electos en esa pantomima en la que se han convertido las comisiones de postulación y un Congreso de la República donde no se decide nada que no sea en beneficio de la corrupción. Ninguno de los magistrados tiene el peso de una trayectoria que garantice el proceso electoral. Algunos de ellos fueron señalados de falsear sus acreditaciones académicas.
Durante su gestión, han fallado en cumplir obligaciones básicas como el empadronamiento masivo de nuevos votantes o de votantes en el extranjero. Han realizado constantes cambios a los reglamentos, yendo y viniendo sobre sus decisiones. No han reaccionado con vigor ante las denuncias de campañas anticipadas por parte del partido oficial, ni por el uso de recursos del Estado del que hacen gala los partidos afines al régimen. Tampoco han examinado con rigor temas delicados como el financiamiento electoral o la participación de candidatos que pertenecen a redes criminales. Con tal debilidad, resulta difícil creer que, ante un conflicto, o acciones de fraude, ellos puedan reaccionar con imparcialidad, fuerza y justicia.
A pesar de sus acciones vacilantes y de que los ciudadanos tienen sobradas razones para no creer en su independencia o confiabilidad, se muestran arrogantes ante el escrutinio de la prensa, como sucedió el viernes recién pasado cuando la magistrada Alfaro mostró su molestia por un cuestionamiento de Plaza Pública. Esta intolerancia vaticina un proceso cerrado, sin una verdadera transparencia y acceso a la información.
Muchas candidaturas serán bloqueadas por un sistema de justicia cooptado. Está en vilo la de Zury Ríos, por ejemplo. Pero con mayor riesgo está el binomio del MLP integrado por Thelma Cabrera y Jordán Rodas. A este último ya le iniciaron un proceso penal que podría impedirle participar. Sin esta opción política, un sector del electorado se ve en la situación de no tener un candidato por quién votar. La práctica de eliminar actores incómodos es uno de los vicios más repudiables que ha adoptado nuestro sistema. Una elección sin opciones electorales no puede llamarse “democrática”. Muchos expertos califican de “fraude sistémico” a las prácticas viciosas dirigidas a hacer nugatorios los derechos a elegir y ser electos.
Los candidatos y partidos de la disidencia no muestran una fuerza contundente y peligrosa para el actual sistema de poder. No lograron negociar alianzas y presentar un frente unido para el rescate del país. En contraposición, existe un verdadero tsunami de candidatos reciclados, con una conocida trayectoria de pertenecer a redes mafiosas. Están respaldados por redes clientelistas, infectadas de un escandaloso nepotismo, con capacidad de utilizar ilimitados financiamientos de fuentes oscuras, inclusive peligrosas. Estas propuestas están apoyadas por la televisión abierta que se salta todas las trancas en términos de proveerles de una ilimitada cobertura.
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Los candidatos más espurios utilizan los discursos populistas como su bandera. Todos son impecables cristianos, ofrecen prebendas faraónicas a grupos de poder. También prometen baluartes del imaginario popular, inoperantes en la solución de los problemas: mano dura, pena de muerte, evitar a los “comunistas”, oposición a la “ideología de género” o manifestarse “provida” en un país que no protege ni a niños, ni a las mujeres. En fin, mera propaganda que esconde la ausencia de programas de gobierno que consideren con seriedad los temas que como sociedad deberíamos discutir y ser la base sustancial para la elección de gobernantes.
Quizá la amenaza cuyas consecuencias son más devastadoras es la fácil penetración que ha tenido el narcotráfico en la política del país. Ser gobernados por los cárteles nos augura un futuro funesto. Y, sin embargo, se ha normalizado su presencia en el Congreso de la República y las alcaldías. Muchos candidatos han sido condenados por narcotráfico y son reciclados sin ningún reparo por el sistema político. Entregar el país a estas organizaciones implica la total destrucción del Estado, una clara promesa de ingobernabilidad e, inclusive, someternos a la existencia de ejércitos privados que impondrán a punta de violencia su propia ley.
El pacto de corruptos ha impuesto a la sociedad guatemalteca una trayectoria que parece inexorable. Las redes clientelares se han convertido en una casta social millonaria a costa de los recursos del Estado. Esta nueva clase social se ha desvinculado por completo de cualquier objetivo político pues, en sus manos, la función pública es solamente un grotesco negocio. Lamentablemente, el resultado más probable de este proceso electoral es que estas redes criminales nos gobiernen cuatro años más.
Las elecciones generales podrían haber sido una oportunidad de salida de este laberinto. Y, sin embargo, la debilidad de nuestro desarrollo político nos pasa la factura. En 1985 asumió el primer gobierno democrático, después de más de 30 años de dictadura militar. Tuvimos cerca de 40 años para generar partidos políticos y liderazgos que encarnaran los intereses de la Nación. Pudimos implementar un intenso diálogo nacional y negociar un pacto de país. Lejos de ello, permitimos la destrucción de la institucionalidad. Mientras los grupos criminales se organizaban, el resto de la ciudadanía se sumía en la abulia. Hoy nos toca encarar el resultado y empezar a construir, en la adversidad, alternativas para el futuro.