El sistema inmune es un mecanismo para el autorreconocimiento. Su respuesta está determinada por la capacidad de distinguir el cuerpo de lo que le es ajeno. Pero el yo es una cuestión de perspectiva. A veces el sistema inmune es incapaz de reconocerlo. La enajenación puede ser tan insoportable como creativa. La incertidumbre es la norma, la transformación la normalidad. Un día se es y otro no. Un día se está y otro se tiene la sensación de estar ausente. Pero ¿quién es o quién está ausente? La idea de un homúnculo que se esconde dentro del cuerpo cuando le viene en gana no deja de ser graciosa. La inflamación es capaz de interrumpir el proceso de construir y recuperar memorias. El cuaderno es una prótesis, tomar nota un mandato. «La reconstrucción de la memoria se vuelve un acto de duelo sobre las ruinas de una historia dislocada» [1]. El nomadismo resulta una alternativa inescapable.
La identidad se asocia a una casa. Quien no tiene casa no tiene a dónde volver, es un indigente. Para los antiguos griegos, el destierro era el peor castigo por implicar la negación de la identidad. La narrativa del retorno, base del pensamiento occidental, se funda sobre esa misma idea. En la película Ya no estoy aquí (Fernando Frías, 2019), esta narrativa se ve interrumpida. La identidad de su Ulises, quien se embarca en un eterno retorno, es el resultado de un territorio tomado, un espacio fronterizo donde la memoria nacionalista y la identidad binaria no existen o se deforman. La identidad híbrida de su protagonista se refleja en el sincretismo, en el movimiento del cuerpo —la danza como trance y como juego—, en la apropiación e integración de elementos improbables a partir de negociaciones entre opuestos. Ulises no retorna a casa porque nunca la tuvo. Su nostalgia se enfoca en una moneda falsa, en una ficción. Su realidad es la tensión entre el terror y la creatividad. De ahí la apertura y la posibilidad de una resistencia. Su territorio es un mapa de nombres, relaciones y metáforas —símbolos que activan movimientos—. Escapa a la norma, pero no al dolor y a la violencia. T. S. Eliot se pregunta: «¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen / en estos pétreos desperdicios?» [2].
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George Floyd fue asesinado por una supuesta moneda falsa, lo que lo colocaba fuera de la ley. La ley es la capacidad que tiene el poder de ignorarla. El poder es la anulación del otro cuando es legal. Es un poder que se sostiene en el temor y se presenta como protección —la fantasía de la virilidad carnívora— incapaz de proteger de sí mismo. El poder es ya siempre una ficción. Las demostraciones, en medio de la pandemia, le dan hoy la vuelta a la idea de que solo aquellas vidas dignas de ser reconocidas como tales —las blancas— merecen un duelo. El duelo mundial por Floyd significa que la suya ya no es una pérdida sin trazo, como tantas otras. La ausencia hecha presencia.
A Domingo Choc lo quemaron vivo por no acoplarse a la visión normativa dominante: amor al prójimo, odio al ajeno. «Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer» [3]. Desde una posición fija, el punto de fuga de la perspectiva moderna, el otro, debe ser comprendido. Comprender significa traducir a las propias categorías. Lo que no puede traducirse, o lo que al traducirse revela una alteridad radical, se denomina opuesto. Es un pensar que anula diferencias. La saña como evidencia de la bestialidad falocéntrica. Las imágenes del horror se instalan en nuestros cuerpos. Habría que reencantar el mundo, desde los márgenes.
[1] Bartra, R. (2013). Territorios del terror y la otredad. México: Fondo de Cultura Económica. Pág. 48.
[2] «What are the roots that clutch, what branches grow / Out of this stony rubbish?». Eliot, T. S., (2001). The Waste Land. Londres: W. W. Norton & Company.
[3] Borges, J. L. (1942) Funes el memorioso.
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