En mi pueblo, los niños y las niñas suelen creer que el mundo empieza en casa y termina al alcanzar la cerca a orillas de la carretera principal. Sin embargo, a través de un programa de lectura, ellas y ellos pueden ir de viaje una vez al año. El viaje es un paseo de ensueño con el cual se pretende estimular su esfuerzo y su perseverancia.
Son pequeños lectores destacados, que leen entre 25 y 80 libros al año —además de ir a la escuela, de apoyar a su familia con tareas propias de la casa y del trabajo agrícola—. Por cada libro leído asisten a una sesión personalizada en la que se les enseña a analizar y discutir la obra, así como a desarrollar juicios críticos sobre esta. Hablo justamente de esos niños de los que erróneamente solemos asegurar que se encuentran en peligro de extinción.
El programa se desarrolla actualmente en seis comunidades rurales del territorio nacional y continúa ganando adeptos. Su principal objetivo es desarrollar en los lectores, por autoaprendizaje a través de la lectura, habilidades y competencias cognitivas que les permitan enfrentar las condiciones de desigualdad en las que viven.
En pocos años el programa ha demostrado un resultado asegurado en la mayoría de los participantes en diferentes regiones geográficas y culturales del país. Además, dichos participantes se constituyen en un referente en el tema, por lo que son invitados a generar alianzas con otros programas de lectura a nivel nacional e internacional, como Marieliza, la pequeña lectora de Purulhá, quien en 2017, a los nueve años, se convirtió en la oradora más joven en una charla TEDx de la UFM.
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Desde pequeña mi papá me daba libros como premio por ganar el grado. He sido amante de la literatura desde que tengo memoria. Recuerdo bien que cada fin de año veníamos a Purulhá a pasar los tres meses de vacaciones. Yo sobrevivía lejos de la ciudad únicamente porque leía todo texto que caía en mis manos. En aquel tiempo la luz eléctrica no llegaba hasta la casa, y recuerdo perfectamente que, cada vez que me tocaba ir por las tortillas para la cena, nadie se extrañaba de verme leyendo mientras caminaba alumbrando la vereda con una vela. A la hora de dormir, luego de que llegara mamá a apagar la vela, solía esconderme debajo de las colchas alumbrada con una lámpara de mano para que no me mandaran a dormir.
Para un niño que vive en el campo, especialmente si en casa no tiene luz, un libro es una manera mágica y adictiva de soñar, de aprender de otras culturas, de conocer distintas formas de pensar, de adquirir inteligencia emocional y de enriquecer el vocabulario a pesar de sus coartadas oportunidades. Esto quedó claro cuando nuestros lectores organizaron una serie de foros de discusión a los que asistieron distintas personalidades. «Encontré en ellos una capacidad de articular y razonar ideas que es raro encontrar incluso en ocho años que tengo de trabajar en una universidad, y créanme que no he tenido esta recepción y apertura de acercarse a las ideas con humildad y de escucharlas», expresó Enrique Naveda, quien asistió como invitado especial.
Usted no podría imaginar la manera en que estos pequeños lectores se sorprenden durante el viaje ante eventos que nosotros solemos ver con cotidiana rutina: abordar un elevador o subir por escaleras eléctricas, disfrutar de una función de cine en tercera dimensión, aplaudir hasta que les duelen las manitas cuando por primera vez asisten a una magnífica obra de teatro… Recuerdo que Amitaí, una lectora viajera de apenas cuatro años, me decía: «Seño, me parece ver cómo las páginas del libro cobran vida ante mis propios ojos». Lo mismo pasó cuando los llevamos a conocer el mar, aunque debo confesar que, como buenos lectores, ninguno de estos viajes, por atractivo que les parezca, supera la visita a la Filgua y el derecho de elegir y comprar su primer libro propio.
Este año Yo’o Guatemala aspira invitar a 70 niños y niñas al viaje de su vida. Puede encontrar información al respecto aquí o apoyar en línea en este enlace.
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