Luis Miguel Martínez Morales, mejor conocido por el mote de Miguelito, se hizo famoso cuando fungió como director ejecutivo de la Comisión Presidencial de Centro de Gobierno, una entidad adscrita a la Secretaría General de la Presidencia de la República. En esta posición perpetró los actos de corrupción por los que es señalado, y hoy encarna, por antonomasia, a la persona que ha llenado de lujos y comodidades su vida, la de su familia y amistades, gracias a la corrupción.
A Martínez se le atribuyen numerosos y diversos delitos asociados a la corrupción, según detallan sendas investigaciones periodísticas, como las realizadas por el medio independiente Vox Populi. Se le atribuye, además, haber exigido el encarcelamiento y la persecución penal espuria en contra del periodista José Rubén Zamora, como venganza porque el desaparecido medio impreso elPeriódico publicó este tipo de investigaciones.
Con semejante perfil, cualquier persona sensata sabría y entendería que no puede aparecer en público, como si nada. Que el pueblo está harto de tanta corrupción y que él concentra una cuota importante del repudio ciudadano, que difícilmente puede esperar tolerancia y que lo más probable es que, al verlo en persona, tal como ocurrió, la gente le reclame airadamente sus fechorías. El sábado pasado, Miguel Martínez demostró que no tiene este tipo de pudor o escrúpulo y dejó a medio mundo atónito al asistir a una celebración religiosa, feliz, fresco y tranquilo, totalmente ajeno a la crisis política y social en la que está sumida Guatemala, y de la gravedad del resto de los problemas nacionales.
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Quizá una de las principales características que diferencia a un mitómano del resto de mentirosos es que la mitomanía incluye la patología de creerse las mentiras propias. De su actitud y de lo que expresa en sus redes sociales es claro que Martínez es un mitómano que cree que no ha hecho nada malo y, muy probablemente, hasta se siente orgulloso de lo que ha hecho, de ahí la frescura y tranquilidad con la que se le vio en La Antigua Guatemala. Además, seguro está ebrio de poder, acostumbrado a estar rodeado de matones y guardaespaldas que lo cuiden, como si ese poder que hoy ejerce, fuera para siempre.
Las patologías psicológicas de Miguelito seguramente son tan agudas que es completamente insensible al daño que le ha hecho a la gran mayoría de las y los guatemaltecos, y solo piensa en el bienestar propio y el de sus familiares. Por cierto, esta actitud patológica no es exclusiva del joven Martínez, ya que el hecho que su madre se haya aparecido luciendo, con toda tranquilidad, un bolso de una marca en extremo suntuosa, que al parecer, cuesta más de 14,000 quetzales, dice mucho de qué tiene esta gente en la cabeza. Por supuesto, este detalle agudizó el enojo y la indignación popular, ya que se percibe, con acierto, que ese tipo de lujos Martínez los ha pagado con dinero sucio, fruto de la corrupción.
Ojalá que, con el incidente del sábado, Miguel Martínez, su familia y el resto de su pandilla se hayan dado cuenta de que el pueblo está enojado y harto de la corrupción, y de gente como ellos, que se han enriquecido ilícitamente robando recursos públicos.
Ojalá que Miguelito, junto a Giammattei, Porras, Curruchiche, Monterroso, Orellana y el resto de lo que conocemos como Pacto de corruptos tomen conciencia de que están jugando con fuego. El pueblo de Guatemala está enojado, y con mucha razón.
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