Llegamos hace una hora y pico y luego de preparar el fuego, salimos a recorrer las dunas en nuestras bicicletas. Hace dos años que llegué a este lado del desierto de Chihuahua y hace casi doce meses que visitamos con mis amigos estas dunas y asamos unas salchichas pero aún no nos acostumbramos a la sensación de libertad, de espacios abiertos, de no sentir que te va a tirar a la mierda un carro o te van pegar un tiro en la para robarte la bicicleta.
Poco a poco las salchichas van hinchándose, reventando la envoltura de tripa de cerdo y soltando gruesas gotas de grasa sobre las brasas. Poco a poco siento cómo se va llenando mi boca de saliva, cómo mis amigos anticipan el momento de pegarle el primer bocado a los hotdogs.
Tengo otros amigos, de casi todas las variedades. Tengo unos que son de toda la vida, otros que dicen que son mis amigos porque alguna vez lo fueron y no podemos aceptar que ya hace tanto tiempo que dejamos de tener nada en común, que nuestra amistad es solo una idea. Tengo otros que son por puro interés, tengo unos que son neuróticos pero entrañables y tengo frenemies. Estoy seguro de que tengo más enemigos de los que puedo nombrar.
Pero mi amistad con estos dos pizarrines es diferente. Mientras la mayoría de amigos cambian al mismo tiempo que uno va cambiando y de alguna forma las vidas de ambos mantienen paralelismos, estos cambian día con día en direcciones inesperadas.
Y para seguir siendo amigos tiene uno que estar atento a esos cambios, a los caprichos, a las pulsiones particulares que mueven a cada uno de ellos. Es una servidumbre vivir pendiente de estos amigos pero no hay otra opción más que estar atento con los sentidos puestos en ello.
Durante los meses que no nos vemos, es más difícil. Cuesta interpretar estados de ánimo, indicios y las respuestas monosilábicas de ellos tampoco ayudan a pintar un panorama de en quiénes se van convirtiendo.
Cuando nos vemos es más fácil, pero tanto más angustioso. Todos los matices cobran vida y están allí presentes, señalando los cambios inminentes. Ahí está la sombra de un bigote, una voz que está a punto de volverse dos escalas más grave, el rechazo a un abrazo en público o una frase pronunciada en un momento de ira, dicha con el propósito de herir.
Esa mezcla de ternura y terror que sobreviene cuando nos damos cuenta que crecen, que poco a poco dan pasos –más bien zancadas con esas sus piernas largas y delgadas con las que aún no se sienten del todo cómodos– al mundo de los adultos.
Van entrando a ese mundo de incertidumbre donde nos movemos los adultos, donde no hay seguridad de nada y lo único a lo que podemos aferrarnos es a la certeza que tenemos a un amigo a quien recurrir.
No me interesa tanto ser su cuate. Sé que tendrán cuates a lo largo de su vida con quienes podrán divertirse. Aunque sé que tienen otros amigos y eso me conforta porque sé que no estarán solos, sigo empecinado en seguir siendo amigo de ellos todo el tiempo que se pueda.
De momento, creo, está resultando.
Se acercan las fiestas y tenemos planeado viajar el fin de semana y dentro de 15 días iremos a ver a la “vieja amiga” en Indiana.
Concentrado como estoy en estas nimiedades, no podría importarme menos que Otto Pérez haya escogido usar la defensa Berger y haya dicho que todos los países del mundo son violentos, que Mauricio López haya explicado que van avanzando y que este año hubo 50 muertos menos que el año pasado. A ese paso, con 5500 muertos al año, le tomaría un siglo al país llegar a niveles aceptables.
No podría preocuparme menos que un día cualquiera hayan tomado por asalto las clínicas de Vista Hermosa y ejecutado a siete gentes o que los diputados hayan decidido pasar la ley de la empresa de telefonía que financió la campaña de Alfonso Portillo, que la escultura de Manolo Gallardo la tengan crucificada en el Teatro Nacional como si fuera un monumento al femicidio o que Harris Whitbeck de pronto haya descubierto el lado amargo de hacer negocios con el Estado.
Y no es que no me interesen por insensible o porque piense que bien pueden irse todos a la mierda. Es más una sensación pre-navideña, un pálpito que me indica que Otto, Mauricio, los diputados corrompidos por las telefónicas, la censura y el dilema de Harris son versiones 2012 de un drama más repetido que los anuncios que ponían en la Doble Ese contando cuántos días faltan para el mes más lindo del año.
Este mes me importan otras cosas. Me importa esa amistad cambiante y duradera. Me importa que la gente que quiero aprenda a cocinar para sobrevivir y, luego, si se puede, para encontrar placer en la cocina. Me importa que antes de fin de año, antes de la primera semana de heladas serias hayamos plantado los tulipanes frente a casa.
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