Decirle señora a Nicolasa es cruel. Ella es joven. Tiene la misma edad que mi hijo mayor: 27 años.
Mientras espero, veo mi celular. Twitter es mi veneno favorito. No, debo recular respecto a la última oración: Guatemala es mi veneno favorito. Twitter es un lente, y a través de Twitter la observo.
Guatemala, como le dije a mi novia mientras tomábamos el café antes de ir por Nicolasa, es una novela, una pésima novela que no puedes dejar de leer. Es una pesadilla de la que no puedes despertarte. O, como dijo una locutora de un programa de radio, un automóvil descompuesto. Un automóvil que es urgente cambiar, pero que —como luego ella misma agregó— no tiene sentido cambiar si los pilotos siempre deciden conducirlo por malos caminos. Debo ser sincero y recular de nuevo: ella dijo lodazales.
Yo creo que nos conducimos directo al precipicio.
Nicolasa toca la ventana del copiloto, abre la puerta, sube, sonríe y me saluda.
Hoy he sido un poco distante al saludarla.
«Hay un poco de tráfico», le digo al percatarme del silencio en la cabina. Ella asiente. La noto pensativa. A los poco minutos compone su postura y aspira. Se asoma una pregunta.
«¿Usted cree que van a volver a cerrar el país?».
«No tiene lógica», respondo lacónicamente.
La pandemia me ha obligado a proveerle transporte a Nicolasa. Aprovecho ese trayecto de ida y vuelta para conversar. Le pregunto sobre su vida, sus planes y su familia. Me ha contado que tiene dos hijos. La mayor es niña y le gustan las matemáticas. Asiste a una escuela pública que queda cerca de donde viven. La escuela está cerrada ahora, pero el año pasado, antes de que acabara el ciclo escolar, le mandaban las tareas por WhatsApp. Me pareció curioso e innovador recibir las tareas así, pero decepcionante que, una vez hecha la tarea, debía entregarse en persona.
Nicolasa es la mayor de seis hermanos: cinco mujeres y un hombre. Las tres mayores viven en la ciudad y trabajan, igual que ella, ayudando en la limpieza de otras casas.
«¡Seis hijos!», pensé exclamativamente cuando ella me contó.
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La paternidad es un tema bastante sensible para mí. Tan sensible que, cuando tenía 32 años, me hice la vasectomía. Esto, después de dos hijos y de haber calculado que los costos por educar a cada uno —sin incluir la matrícula universitaria— excedería el millón de quetzales. Educarlos en una escuela pública nunca fue una opción que yo considerara.
Soy de los afortunados que cuentan con opciones.
Para las fiestas de fin de año, Nicolasa viajó con sus hijos a la casa de sus padres. La pandemia la dejó sin transporte público. Si no hubiera sido por un familiar que vino a recogerlos, no habría podido hacer ese viaje, que en bus dura seis horas. Cuando regresó, estaba emocionada. En carro había tardado dos horas.
«El transporte público en Guatemala es una mierda», recuerdo haberle dicho. Ella asintió.
«¿A qué edad la tuvo su mamá?», le pregunté una vez. Nicolasa soltó una carcajada y confesó que su mamá «la tuvo joven». Y luego, haciendo hincapié en lo joven que era su madre cuando la había tenido, sentenció: «Tenía apenas 15 años».
«¿Y su papá?», seguí preguntando.
«Mi papá ya es mayor. Tiene 49 años».
«¡No joda, Nicolasa!», le dije riendo. «Es de mi edad».
Ella sacó su celular y me enseñó una foto de sus papás.
«No se ve mayor», le dije observando la foto de la pareja sonriendo. «Se ve cansado».
«La vida del campo es dura», dijo ella mientras guardaba el celular.
No supe qué responder. El silencio, he aprendido, es a veces lo más prudente. También lo más respetuoso.
«¿Y por qué no es lógico?», pregunta Nicolasa con insistencia.
«¿Por qué no es lógico qué?».
«¿Por qué no es lógico que vuelvan a cerrar el país?».
«Porque cerrar el país implicaría que al Gobierno le importa las vidas de sus habitantes, pero todas —absolutamente todas— sus acciones indican lo contrario».
«Solo les interesa robar, ¿verdad?».
«Solo les interesa robar».
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