Esta no es la crónica de una victoria presidencial anunciada, pero al finalizar esta nueva jornada cívica todo indicaría que la ciudadanía habría elegido a Bernardo Arévalo como su próximo presidente para los próximos cuatro años; junto a él, Karin Herrera, quien llegaría a fungir como la segunda vicepresidenta en la historia. Al menos así apuntan las últimas dos encuestas publicadas la semana pasada antes del balotaje. El margen es demasiado holgado para contemplar otros escenarios, pero sabemos que el pacto de corruptos –esa fiera herida y vengativa desde su fracaso electoral el 26 de junio– sigue dando coletazos y no va a ofrecer ninguna tregua a Semilla –ni al pueblo– en los meses que viene con tal de que el binomio presidencial electo –si este fuera el caso– no sea investido el próximo 14 de enero.
Por lo que veo en las fotos y videos publicados en redes, el día no podía ser más espléndido y soleado para que los ciudadanos salieran una vez más a apostarle a la democracia. El hartazgo y la frustración se han convertido en alegría y esperanza (al menos entre las capas medias urbanas), algo que no sucedía desde el inicio de la transición democrática hace casi cuarenta años. Resaltan en algunas tomas esos imponentes volcanes, sigilosos observadores de un proceso aparentemente calmado. Me dicen que, salvo algunos incidentes aislados e indicaciones de acarreo de votantes y entrega de bolsas de alimentos del partido contrincante, los comicios están desarrollándose con tranquilidad en el territorio nacional, con alta presencia de observadores nacionales e internacionales.
Anoche releía algunas publicaciones sobre las jornadas cívicas de 2015, que fueron de cierta forma el preludio de la conformación del Partido Movimiento Semilla y también de esa efervescencia juvenil y de las clases medias y profesionales para manifestar, participar, y decirle un «basta ya» al régimen corrupto revestido de gobiernos democráticos.
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El sociólogo Virgilio Álvarez apuntaba en su interpretación de esas jornadas[1] que las movilizaciones para pedir la renuncia de los mandatarios de turno eran el resultado de una crisis política, y no fueron en sí una gesta revolucionaria al carecer de liderazgos intelectuales que pensaran y guiaran el cambio y transformaran de raíz políticas y estructuras para la reformación de un Estado más equitativo. Concluye que «la profundidad y extensión [de las reformas] dependerán de la fuerza y empuje que esas movilizaciones y alianzas puedan tener».
Sin embargo, su análisis, todavía muy fresco a finales del 2015, traza ese camino que mal que bien se fue fraguando en distintos círculos y a distintos niveles, canalizando no solo la rabia, sino también «semillas» de pensamiento y estrategias políticas para una visión renovada del país.
A pesar del castigo impuesto por algunas elites empresariales a los disidentes de su bloque de poder histórico que abogaban por cambios institucionales para fortalecer el sistema de justicia y el régimen democrático, las elites corruptas subestimaron lo que orgánicamente ha venido desarrollándose, sobre todo en las juventudes urbanas y rurales. Por eso, «nunca nos vieron venir», como bien explica en tres entregas la antropóloga Marta Elena Casaús en este medio. Y yo añadiría: desdeñaron la memoria del pueblo que creían enterrada desde 1954.
De esos 140 días de la primavera del 2015, retomo este micropoema del escritor y fiscal del caso «La Línea», Julio Prado: «Yo soy tan frágil, pero me vuelvo invencible. Porque si hay algo indetenible es la luz. Y amigos, está amaneciendo».
De alguna forma, es esa luz titilante la que nos sigue convocando a los necios y las necias, para forjar una ciudadanía plena en democracia y libertad.
[1] Álvarez Aragón, V. (2016). La Revolución que nunca fue. Un ensayo de interpretación de las jornadas cívicas de 2015. Guatemala: Serviprensa
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