Decidida a alcanzar su sueño, se consiguió un trabajo en una tortillería. La dueña rápidamente notó su agudeza intelectual y le ofreció una esquina para dormir. Así fue como se graduó, sabiendo que no contaba con un hogar adonde volver.
Mamalena, la tía octogenaria, la recibió en su habitación. Nunca se había casado y le hacía falta compañía. Cristina se esforzó y consiguió un empleo como maestra bilingüe en una remota comunidad sin acceso vehicular. Con el tiempo se casó y posteriormente dio a luz a gemelas. Un día, al despertar, notó que no podía ver. Alarmados, fueron a hacerle algunos exámenes. Era diabetes. El día que recibió los resultados perdió la vista y también la capacidad de trabajar en la comunidad asignada. Y por si fuera poco, perdió al esposo, quien huyó de semejante situación. Desde entonces es Mamalena quien saca fuerzas para lavar ajeno y buscar leña para cocinar los frijoles que a veces les regalan los familiares que les brindan la pieza.
Dentro de mis amigos no faltó un espíritu sensible que le ofreciera la oportunidad de una evaluación médica. La buena noticia es que era absolutamente posible rescatar la vista de ambos ojos y que nos donarían la operación. La mala era que sus niveles de azúcar no permitieron realizar la intervención en ese momento. Felices, volvimos de la gran ciudad con la noticia. Todos esperábamos que ella llevara su dieta adecuadamente para estabilizar el azúcar al menos por una semana. Un día, cuando la visité para monitorear su mejoría y llevarla a su cirugía, Cristina se armó de valor para quejarse de que sus familiares no permitirían que se le realizara dicha intervención. Temían por su vida. Desconociendo el procedimiento, tenían como referencia la muerte de una vecina «durante una operación». Le impidieron hacerse el procedimiento bajo amenaza de expulsarlas a ella y a sus hijas de la casa familiar si tenía el atrevimiento de retarlos. Nada logró persuadirla.
Con una mezcla de desilusión, contrariedad y disgusto, me comuniqué con quienes nos ofrecieron apoyo para declinar amablemente la oferta. Le confesé a un amigo cercano mi profundo malestar, y él me hizo ver que, aunque con muy buena intención, me estaba propasando: yo no podía decidir, desde mis privilegios, lo que ella tenía que hacer. Para mí era muy simple creer que lo mejor era operarse y recuperar la vista. Para ella significaba exponer la seguridad, el respaldo, la estabilidad y los alimentos para ella y sus nenas por una posibilidad. «Y si no recupero la vista, ¿quién estaría dispuesto a darnos cobijo y a asumir nuestros gastos?», expresó.
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Erróneamente pensamos que las personas son desagradecidas. Como decimos, «no solo, sino que también». Por ejemplo, porque venden los productos que reciben de las famosas bolsas de alimentos del Gobierno. Es bueno reparar en que estas fueron creadas con artículos que para nosotros parecen útiles, lógico, desde nuestra particular forma de alimentarnos. La población que los recibe practica diferentes costumbres que merecen ser reconocidas con respeto. Muchas veces desconocen la manera de consumir los alimentos que se incluyen en el paquete. Una niña me contó que su mamá vendía el aceite que les incluían para comprar jabón y candelas. «Nosotros no sabemos comer aceite. Solo sabemos comer tortillas con tomate y chile».
Un acto de compasión ocurre entre dos actores: quien da y quien recibe. Quien está en la posición de dar puede adjudicarse algunas veces un poder implícito. Sin notarlo, puede convertirse en autoridad sobre la persona que recibe.
Cuando se ven tantas necesidades, resulta muy simple contribuir con algo adecuado para apoyar.
Ofrecer en lugar de dar. Continuamente las personas muestran genuina gratitud. Aprender a poner a disposición de los demás nuestro apoyo desde el respeto y con humildad es una de las lecciones más valiosas que he aprendido en comunidades rurales. Es un buen ejercicio preguntarles a las personas si algo de lo que ofrecemos les puede ser de utilidad y convidarlos dignamente, darles sin condicionamientos.
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