En el caso de la salud, es evidente que quienes hayan invertido, por décadas, en mejorar y universalizar su salud pública saldrán mejor librados. En el caso del capital financiero, solo habrá solución si, de nuevo, los Gobiernos toman el dinero de los pobres y se lo reparten entre los ricos.
En medio, sacando provecho de todo, las corrientes de ultraderecha y cada vez más descaradamente neofascistas. Si en Europa su punto de referencia es la xenofobia, en América Latina y los países pobres es el machismo pseudojudeocristiano el que dirige la embestida.
Se hace cada vez más evidente que la lucha contra las ultraderechas del siglo XXI la están ganando con mayor solvencia y claridad aquellas sociedades donde, en las distintas luchas sangrientas del siglo pasado, el fascismo en sus diversas expresiones salió derrotado.
Caso contundente es Alemania, donde hasta los partidos conservadores que gobiernan, en beneficio de las grandes industrias y del capital financiero, finalmente han cerrado filas para evitar que la ultraderecha gobierne en cualquiera de sus bundesländer (estados). Lo sucedido estos meses en Turingia es aleccionador.
Siendo un estado donde el fascismo impregnó las más recónditas entrañas de la sociedad en los años de hitlerismo, luego de la derrota alemana pasó a formar parte de lo que fue la Alemania Democrática (RDA). Las concepciones de izquierda hicieron mella en una sociedad ultraconservadora y reaccionaria, por lo que, con el advenimiento de la reunificación, la ultraderecha y la izquierda (también calificada de ultra por estar más a la izquierda de un Partido Social Demócrata que no termina de derechizarse) coparon la disputa política local.
Una disputa que trasciende la memoria histórica y se instala en la visión de futuro de la Alemania del siglo XXI. Para la ultraderechista Alternativa para Alemania (AFD), su proyecto es un calco de lo que quiso ser el Tercer Reich, que vislumbra como un cuarto imperio donde, claro, el capital financiero tendría los mismos o más privilegios que ahora, no así los trabajadores que, llegados antiguamente de distintas latitudes, conforman la Alemania de hoy. Para el Partido de la Izquierda (Die Linke), la cuestión es la universalización de los derechos poniendo los colectivos por encima de los individuales y los del trabajo por encima de los del capital.
Así las cosas, en las elecciones locales de octubre pasado Die Linke ganó con el 31 % de los votos, pero la ultraderecha obtuvo el 23.4 % y la derecha conservadora de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) el 21.7 %. Ni lentos ni perezosos, decididos a impedir que Die Linke continuara gobernando, la derecha se unió a los ultras y eligió presidente al líder del micro partido liberal.
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Nada fuera de este mundo, dirían las derechas españolas, que hicieron lo mismo en Andalucía y en Madrid y que sin empacho y sin taparse la nariz lo habrían hecho a nivel nacional. Contar con el apoyo de la ultraderecha permite a la derecha noruega seguir en el poder, como ya sucedió en Dinamarca en el gobierno anterior (2015-2019). Pero en Alemania eso encendió las alarmas, pues los cristianodemócratas de la CDU saben lo que es el fascismo, aunque venga disfrazado de buenos amigos y defienda el neoliberalismo. Así pues, repudiaron esa elección, y todo el sistema de partidos alemán se estremeció. La CDU desautorizó a nivel nacional a sus dirigentes locales, pero además perdió legitimidad su presidenta y virtual sucesora de Merkel, Annegret Kramp-Karrenbauer, quien debió renunciar al cargo.
En la nueva votación en el Parlamento de Turingia salió electo, por minoría simple, el líder de Die Linke, Bodo Ramelow, quien desde 2014 dirige el Gobierno local, cuando obtuvo la mayoría absoluta con el apoyo de verdes y socialdemócratas.
El sainete alemán deja lecciones más que claras. Donde el fascismo fue derrotado política y militarmente, los actores políticos responsables, aun de derecha, están decididos a establecer cordones sanitarios infranqueables para la ultraderecha, se disfrace de lo que se disfrace. Ya donde el fascismo simplemente salió de escena, como sucedió en España con el franquismo, las derechas disfrutan del abrazo fraternal del fascismo, pues aún viven y sobreviven de estigmatizar a todos de comunistas, dándole a este término los más tenebrosos y dolorosos significados. El Partido Popular con Aznar y su retoño Casados son una evidencia clara.
En países donde el fascismo pasó medio de puntillas en la primera mitad del siglo pasado, como en Noruega, Dinamarca y Suecia, las derechas hacen como que no los quieren, pero les abren espacios para que sobrevivan y expandan sus discursos de odio xenófobo, homofóbico y de defensa de todo conservadurismo social y político, siempre y cuando se declaren defensores del neoliberalismo en todas sus variantes.
Centroamérica nunca ha derrotado política e ideológicamente a la ultraderecha fascista, remedo tragicómico de las europeas, y, sin cultura democrática, sus discursos de odio y antiderechos hacen presa fácil de la sociedad. Mientras no se la derrote ideológicamente, ganando para las propuestas progresistas a amplios sectores de la clase media y trabajadora, mientras no se consiga mostrar todas sus taras y aberraciones, el país no solo seguirá repleto de pobres y miserables, sino que estos le besarán la mano por salvarlos del Cadejo y la Siguanaba, es decir, del comunismo.
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