Crear es documentar un diálogo. Es el registro del intercambio con otros y otras trascendiendo los límites temporales y espaciales. Al crear nos convertimos en palabreros o en gayusas que toman dictado de los muertos y que responden reencarnándolos por medio del canto. Las diferencias entre pasado, presente y futuro se difuminan en esa práctica resurrectora capaz de llevarnos de la ausencia a la representación. Lo dice así Braidotti [1]: «El presente es ya siempre un futuro: se puede dejar rastro de una diferencia positiva en el mundo». Mientras tanto, Agamben, citando a Flaiano, agrega: «Tengo tal confianza en el futuro que hago proyectos solo para el pasado». Crear es un devenir con otros y a partir de otros trascendiendo lazos de consanguinidad, con la mirada puesta en el atrás.
Nos encontramos en la creatividad, en el ejercicio de escribir, de bordar, de recortar… La repetición como trance y la liberación de un cuerpo nunca desencarnado se convierten en un ritual en el que múltiples voces y experiencias se unen, principalmente aquellas experiencias más difíciles de nombrar por no pertenecer a la dimensión que llamamos racional. Crear es vivir con las heridas abiertas: las propias y las de otros. El motor es el de la inmanencia más que de la trascendencia. Es así como podemos construir vida donde había olvido, preparar un terreno de materialismo vitalista.
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No existe, así, tal cosa como la genialidad individual ni el creador aislado. El individuo no tiene historia ni historias. Es un náufrago. En las palabras de Haraway, es autopoiético. Se encuentra en el centro de la idea de la autoconstrucción, responsable del proyecto de la destrucción del planeta. La fuerza creadora no tiene nada que ver con eso: huye de toda actitud totalizante —respuesta natural del individualismo— por incapaz de dar cuenta de la riqueza y de la multiplicidad de lo que nos rodea (no es lo mismo explicar algo que hacer sentido de ello). Hablar de creatividad, entonces, tiene que ver con la capacidad de escuchar atentamente —con todos lo sentidos y más allá de nuestra sola especie—. Es, adoptando el concepto de Haraway, una simpoiesis en complicidad donde no existen las unidades ni como puntos de partida ni como metas. Solo así son posibles el diálogo y ese loop de realimentación como el que planteara Sanders Peirce en su abducción.
Y es a partir del diálogo como acabamos descubriéndonos a nosotros mismos, como podemos detenernos a pensar en nuestro propio proceso de creación e identificarnos como sujetos. Ver hacia atrás y encontrar maneras de nombrar nuestro trabajo creativo. «Comenzamos a mirarnos en el acto de mirar a otras personas» [2]. Aun así, lo que nos queda no es un producto —no debería serlo—. La noción de la creación como la realización de un producto pertenece a la visión de la vida como plusvalía. Nuestra capacidad creativa más bien nos permite situarnos en un somos más que en un soy. Los resultados de nuestro trabajo creativo son la documentación perceptible de la integración de múltiples experiencias, de configuraciones mentales, de la fabricación de memorias y recuerdos compartidos. La creación es el proceso de estar participando en una construcción conjunta de las condiciones que nos permitan entrar en diálogo con otros y otras para negociar significados. Las herramientas —nuestros sentidos incluidos— con las que contamos son herramientas para la escucha, una que nos permite abrirnos al encuentro de personas capaces de descolocarnos. Es una escucha que no construye lineal ni literalmente, que nos sirve para reconocernos, pero también, en las palabras de Braidotti, para «desobedecer con alegría y traicionar con amabilidad y decisión» [3]. Esto, con la cautela que implica comprender que, si bien cuando tenemos una voz y una potencia creadora y expresiva puede ser doloroso no ser vistos o escuchados, no ver y no escuchar puede ser letal.
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[1] Braidotti, R. (2018). «Por una política afirmativa». Cíborgs, monstruos y sujetos nómadas: para una ontología procesal. Barcelona: Gedisa.
[2] Rivera C., S. (2015). Sociología de la imagen: Miradas ch’ixi desde la historia andina. Buenos Aires: Tinta Limón. Pág. 296.
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