Ana forma parte de una familia desintegrada: papá se marchó y dejó solas a su mamá, a ella y a sus hermanitas, una de cinco años y otra recién nacida. Como no tenían donde vivir, una «hermana de la Iglesia» les ofreció un espacio en una pequeña bodega en condiciones de notoria precariedad. Al final, era un techo donde pasar el frío de la madrugada. A cambio, la «hermana» pidió que la pequeña Anita abandonara la escuela para hacerle «companía» (sic). La madre, con todo el dolor de su corazón, tuvo que acceder porque, sinceramente, no tenía otra salida.
A su corta edad, Ana obviamente no tenía la capacidad de realizar las tareas domésticas como se lo exigía la nueva patrona. Se levantaba muy temprano y su mañana transcurría entre barrer, juntar fuego, tortear, lavar la ropa y tratar de aguantar los berrinches de la niña caprichosa de la casa. «Princesa», la obligaban a llamarla. Se acostaba cerca de la medianoche, luego de terminar sus tareas, y caía en un sueño profundo que nunca le era suficiente para reponer el agotamiento.
Durante las tardes debía cuidar que la princesa no se golpeara. Corría para satisfacer cuanto antes cualquier capricho que se le antojara con tal de evitar la furia de la madre, que le recriminaba el llanto de la hija con un hiriente: «¡India apestosa! ¿Qué estás haciéndole a mi princesa? ¡Fuera de allí! ¡No la toqués!, y que luego se dirigía a la hija con un: «Véngase, mamita chula. ¿Qué le está haciendo esa negra?».
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Por si fuera poco, no descansaba ningún día. El día que le debían pagar, el patrón dejaba Q50 correspondientes al salario de un mes de companía (porque esa miserable cantidad más su comida habían sido el trato desde el inicio). Además, antes del día de paga, la señora se encargó maliciosamente de esconder en el pequeño morral de Ana un bote casi vacío de champú para acusarla de ladrona. Se lo cobró con el dinero de su paga. Las ofensas fueron tantas y tan frecuentes que el pequeño corazón de Ana llegó al borde de la desesperación. Una noche de lluvia aprovechó la oscuridad para escapar e irse a su casa. Entonces pudo contarle a su mamá, en medio de las lágrimas de ambas, las torturas de las que estaba siendo objeto. Menos mal la madre pudo desenmascarar la podredumbre disfrazada de bondad que profesaba la señora de la Iglesia.
Han pasado varias lunas. Ana, sus hermanas y su mamá ya cuentan con una casita y acaban de cerrar la cocina con tablas de lepa gracias al apoyo del pastor y de otros fieles de la Iglesia. Pero la herida aún no cicatriza. Hasta el día de hoy, Ana llora cuando recuerda.
En Guatemala se abolió legalmente la esclavitud en 1824, pero, más de 100 años después, aún existe, y no solamente en el área urbana, donde las empleadas del hogar trabajan extenuantes jornadas de hasta 12 horas al día con salarios de pavor. Recuerdo que en la zona 5 había un jardinero que les conseguía trabajo a las señoritas, pero exigiendo a cambio favores sexuales. En las comunidades rurales aún se acostumbra tomar niñas cuyas familias tienen dificultad para sostenerlas. Las reciben supuestamente para ser criadas en las casas patronales, donde son subyugadas y muchas veces abusadas sexualmente por los patrones, sus hijos o los amigos varones de la familia. Está tan normalizado que no se habla al respecto, pero todos lo sabemos. Es un secreto a voces, tan normal que hablar de ello disgustará a varios.
Por eso justamente hay que educar a las niñas para que tengan una opción distinta que ser las criadas o casarse y esperar a tener suerte. Una niña educada puede aspirar a ser una adulta con un empleo digno, sostener a su familia y a su vez educar a sus hijas para que la brecha de la desigualdad no las exponga a caer en las garras de seres que distan mucho de merecer llamarse humanos.
Incómodo, pero real.
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