Imagine que su nivel de vida le permite poseer un vehículo y que por la mañana sale hacia el trabajo. Es un día radiante. Millones de personas pagarían por apreciarlo. Para usted, es una mañana cualquiera en Centroamérica.
Arranca y en unas cuantas calles debe unirse a la circulación. Si no salió antes de las cinco de la mañana, la cosa ya está complicada.
Fuerza en su rostro la mejor sonrisa. Alza la mano que ensaya la señal para pedir un pequeño favor. Ello le permitirá hacerse un espacio y unirse al caudaloso río seco.
Los vidrios polarizados de los otros carros no le permiten hacer contacto visual. La corriente de autos se mueve muy despacio, como si estuvieran portando la bandera nacional hacia la tumba de los próceres patrios. Un paso, se detiene. Otro paso, se detiene. La distancia entre autos es cerrada. Casi se tocan. No hay manera de incorporarse al tráfico.
Pasan varios minutos. Es un día de suerte, pues no tiene detrás un ataque a bocinazos. De pronto recobra la fe en la humanidad: viene una señora con el vidrio abajo. Usted se prepara otra vez para el ritual de sonrisa cautivante y manita. Pone las luces de viraje y hace parpadear las luces del frente para llamar la atención. La señora no lo voltea a ver. Usted sabe que ella sabe, pero no voltea. Eso la dejaría indefensa. La obligaría a dejarlo pasar.
Bueno, es lo de todos los días. Detrás vendrá alguien que no lo ignore. ¡Ahí está! Es un señor que quizá haya celebrado la última Champions como propia, igual que usted. Y hacen contacto visual. Usted representa el ritual. El conductor se prepara para devolver la señal. Mueve la cabeza indicando que no y lanza una mirada acusadora, como si usted estuviera haciendo algo malo.
Bien, ellos se lo buscaron. Usted ha sido paciente. Es tiempo de pasar al plan B, y ahora apunta al espacio que dejan entre carro y carro. En aquella apretazón se deja ir a la lujuriosa velocidad de 15 kilómetros por hora. Quiere meterles miedo. Luego se detiene a dos punto dos centímetros de los autos. Si tiene suerte, el auto se alejará un poco de la trompa del suyo al tiempo que le lanzan la misma mirada de un pato al que recarga las escopetas. Pero no importa. Se desvió 20 centímetros y es momento de reclamarlos.
Luego de cuatro o cinco autos desviándose otro poco para no chocar, usted endereza el timón y reclama el territorio. Recuerda que ayer fue más fácil porque su contrincante se distrajo tres segundos con el teléfono. Con su pericia fue tiempo suficiente para colarse sin siquiera ser notada.
Avanza poco a poco e intenta relajarse, pero la atormenta la idea de que su esmarfon tenga algún mensaje de vida o muerte. Recuerda los tiempos cuando era posible maquillarse en el tráfico. Hoy no se puede más porque tiene que cuidar que nadie se le meta enfrente. Ahora practica su cara de hipnotizada por aquello de que le pidan contacto visual.
Más adelante se encontrará lado a lado con una viejita. Avanzan lado a lado, centímetro a centímetro, casi rozando los espejos. Adelante los dos carriles son uno. Usted, un hombre de pelo en pecho, lanzará a la viejita una mirada fiera. Eso bastará para que lo deje pasar. Pero resulta que no, y ella se acerca aún más. Se ven el uno a la otra como dos antagonistas de Rápidos y furiosos en la línea de salida. Es una guerra de nervios y ahora las distancias entre carros son de milímetros.
En una hora usted llega al trabajo. Su carro intercambió colores con el de la viejita, pero ganó el desafío.
A empezar de verdad el día. Usted respira profundo y se inspira en lo más importante: ama su trabajo de servicio al cliente, de contacto cara a cara, en vez de las deshumanizantes computadoras.
*Y si a cambio de nada nos propusiéramos regalar equis cantidad de cortesías diarias en el tráfico, ¿habría cambio?
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