En la columna pasada propuse que la polarización es una condición de controversia social en la que al menos una posición discursiva tiende al esencialismo o a la radicalidad. Así, el discurso inicial puede abonar a la confrontación o se puede generar la polarización desde uno o más discursos contestatarios asociados por lo regular a una figura o grupo.
También reiteré la idea de que la polarización no es intrínsecamente buena o mala, pese a que se la sataniza de manera cotidiana. En ese sentido, sostengo que quienes rechazan vehementemente la polarización son por lo regular quienes perciben que su poder puede ser interpelado. De esa cuenta, los llamados a no polarizar tienden a ser construidos a través de la prensa, el diálogo cotidiano, la interacción laboral, la actividad educativa o cualquier otro ámbito. Pero no perdamos de vista que, por lo regular, quienes construyen el discurso contra la polarización resultan ser los poderes económicos que controlan la prensa o las estructuras patriarcales que ejercen poder en la familia, el trabajo, la escuela o las empresas, por citar algunos ejemplos. Paradójicamente, esos grupos de poder, cuando lo necesitan, recurren a la polarización a través de la propaganda, las noticias hechas a la medida y la presión sobre sus operadores políticos.
¿Qué temas nos polarizan entonces? En Guatemala, los temas recientes que han generado controversia social y que se presentan como polarizadores incluyen el juicio por genocidio, que exacerbó el racismo estructural chapín. Otra fuente de polarización es la persecución penal contra militares, ya que, aunque la acción penal se lleve a cabo por delitos comunes, el discurso de la defensa en los medios de comunicación incorpora regularmente la dualidad ideológica de la Guerra Fría. Adicionalmente, determinados grupos posicionan temas que van desde la despenalización del aborto o el consumo del cannabis hasta la pena de muerte. Y si usted pone atención, tal vez coincidirá conmigo en que la construcción de esos discursos confrontativos es, por lo regular, una reacción al activismo que busca la reivindicación de derechos civiles. Como afirmé antes, en la mayoría de los casos la polarización es generada por estructuras de poder que se perciben atacadas.
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No perdamos de vista entonces que la polarización se puede utilizar para invisibilizar temas de fondo, como las problemáticas agrarias. Por ejemplo, en Guatemala se ha satanizado al Codeca por el hurto de fluidos eléctricos, y la mayoría de los medios de prensa difunden que los líderes de esa organización son culpables y no mencionan el debido proceso, que reservan para otros sectores. De forma paralela, el discurso contra esa organización magnifica que las protestas interrumpen la libre locomoción e invisibiliza las demandas y los problemas históricos del campesinado. Peor aún, la animadversión hacia las protestas campesinas ha contribuido a que el asesinato de sus dirigentes pase desapercibido.
Debo agregar que el argumento más frecuente en contra de la polarización es que esta provoca violencia y sufrimiento. A ese respecto conviene recordar que la mejor forma de manipular a la población y a las personas es el miedo. Recuerdo que en el 2015 el Cacif apoyó a Otto Pérez hasta el último momento, motivado posiblemente por el temor a un desbordamiento social. Del mismo modo, la anulación del juicio por genocidio ocurrió porque las mismas élites se movilizaron a partir del miedo. Y esas élites, como también muchas personas desde lo individual, en el seno de la familia, reaccionan a la polarización con temor. Temor al cambio, para ser más precisos. Aunque la experiencia nos demuestra que pronosticar el apocalipsis porque hay un debate intenso es, en realidad, un recurso para clamar por el silencio y la obediencia.
En otras palabras, la polarización es un signo de cambio, y no una causa de las violencias que nos agobian. En contraste, los factores que sí provocan estallidos de violencia son la inequidad, la pobreza extrema y, en general, la aplicación de medidas neoliberales.
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