El diseño del cronograma electoral salvadoreño es muy especial. Las elecciones a los cargos públicos no son todas al mismo tiempo. Mientras los cargos de presidente y vicepresidente duran cuatro años, los de diputados y de corporaciones municipales se renuevan cada tres. Con ello, el debate presidencial concentra toda la atención en un momento, y las elecciones legislativas y municipales, al no estar siempre casadas con la primera, cobran más interés y beligerancia.
Se supone que así el elector pondrá más atención a quiénes elige para diputado y que el debate local quedará desprendido del nacional. Pero no ha sido así del todo. Las elecciones legislativas han servido para castigar al gobernante de turno y para modificar significativamente sus posibilidades de maniobra en la gestión pública. Bukele es el primer presidente del siglo XXI salvadoreño que no ha sido castigado en estas elecciones, lo que es ya un total triunfo a su manera de hacer política.
Lo primero que hay que considerar es que Bukele ha hecho volar por los aires el sistema de partidos políticos salvadoreño. Su organización, si se le puede llamar así, es un conglomerado variopinto de viejos y nuevos políticos, de gente con y sin experiencia, con una visión de país que se mueve de la derecha —defensa a ultranza de la propiedad privada y de las ganancias sin control de los grandes empresarios— a una tibia centroizquierda —que busca fortalecer el Estado en sus funciones básicas y promover la reducción de las desigualdades—, que tiene como principal motor un claro y marcado populismo conservador, muy al estilo de los nicaragüenses Ortega y Murillo.
La agrupación de Bukele, Nuevas Ideas, solo legal y formalmente es un partido político, pues, si ideológicamente es una organización de derechas con vergüenza de decirlo, orgánicamente todo funciona a partir de los gustos y disgustos del líder. Organizado de arriba abajo, la democracia partidaria está mucho más ausente que en el PC norcoreano. Hay, pues, una clara y singular tendencia al autoritarismo y al personalismo, consecuencia directa de la ausencia de una cultura democrática en la población, y Bukele ha sabido aprovecharla.
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Si bien en El Salvador hay una burguesía con cierta capacidad para entender la democracia, mucho más avanzada que en todos los países de la región, su propia desviación autoritaria hizo que el intento de hacer de la Alianza Republicana Nacionalista (Arena) un partido de derecha democrática se quedara solo en eso: en un intento.
Por todo ello, el triunfo de Bukele, si bien hay que leerlo desde su carisma personal y desde su habilidad camaleónica para asumir el color y la temperatura de la ola, también debe leerse a partir de las causas que pudieron conducir a la debacle de los partidos que desde finales del siglo pasado copaban el universo político salvadoreño.
Si en la elección presidencial de 1999 la Arena consiguió elegir a Flores con el 52 % de los votos, pero con una participación electoral raquítica, de apenas el 39 % del padrón electoral, en 2004, cuando se eligió a Saca en una disputa cuerpo a cuerpo con Schafik Handal, dicho partido obtuvo el 57.7 % de los votos válidos, mientras que el FMLN llegó al 35.7 %, con una participación electoral del 67.3 % del padrón, la más alta en elecciones presidenciales en los últimos 25 años.
Pero la corrupción descarada y la desesperación privatizadora, unidas al descuido de los sectores populares, cada vez más empobrecidos, hicieron que dos años después, en las legislativas de 2006, el FMLN empatara con la Arena con el 39 % de los votos y con la participación del 54.2 % del electorado, también la más alta en las legislativas en los últimos 25 años. Flores murió en la cárcel, cuando quedó más que comprobada la corrupción generalizada de su gobierno y su particular enriquecimiento ilícito. Saca seguiría luego el mismo camino.
Comenzaban allí, por decirlo de algún modo, los años del éxito-fracaso del partido de la exguerrilla. En 2009, cuando las elecciones de diputados y presidenciales resultaron casi casadas, con apenas un par de meses de diferencia, el FMLN obtuvo el 42.6 % en las legislativas y el 51.3 % en las presidenciales, con participación electoral del 54 y el 63 %, respectivamente. La población tenía grandes expectativas. Esperaba sobriedad, eficiencia y honestidad. Pero Funes no era un hombre de principios, mucho menos con capacidad gerencial, por lo que, aparte de hacer chapuces por aquí y desmanes por allá, las políticas sociales no consiguieron satisfacer a una población urgida de transformaciones. Las elecciones legislativas de 2012 dieron ya el aviso: el frente perdió la mayoría en el Congreso y se quedó con el 36.7 % de los votos, mientras que la Arena alcanzó el 39.8 %. Su fractura y la creación de la GANA pasaban la factura. Así las cosas, las elecciones de 2014 fueron decisivas. Por primera vez en años hubo necesidad de un segundo turno, y Sánchez Cerén, del FMLN, consiguió el triunfo final con el 50.1 % del total de los votos. Y si las legislativas de 2015 le dieron algún respiro, las de 2018 marcaron ya su debacle: del 36.7 % cayeron al 23.5 %.
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La población (a la cual, como puede verse, le costó aceptar a los exguerrilleros como políticos) pronto los dejó solos, pues fueron incapaces de mostrarse clara y diametralmente diferentes. La gestión de Sánchez mantuvo los mismos vicios que la de Funes y se asemejó en contenido y forma a la de la Arena. El verticalismo y las viejas prácticas de los años de la guerra continuaron presentes y, si bien desde la base se intentaban democratizar las formas, el partido no se apoyó en los movimientos sociales, mucho menos los vinculó de manera activa a la gestión pública. La militancia sudó la gota gorda para conseguir la elección de Sánchez, pero la corrupción de Funes y la lentitud y la incapacidad de Sánchez hicieron que el electorado les perdiera fe y confianza. Sin entender el aviso electoral, los viejos y nuevos comandantes mantuvieron sus estilos y sus formas, lo que condujo a que en las presidenciales de 2019 Bukele arrasara y obtuviera el 53.1 % de los votos mientras la Arena rascaba el 31.7 % y el FMLN caía al 14.4 %.
En este escenario, mientras la Arena tiene alguna posibilidad de recuperarse, dados los recursos económicos con los que cuenta para maquillarse en el marketing, el FMLN tendrá que pasar por una clara y genuina refundación de la izquierda salvadoreña, donde ya no cuenten los años de montaña, sino la capacidad de vincularse a las masas y de representarlas de manera clara y genuina. Bukele, por su parte, y aunque la Constitución actual se lo prohíbe, buscará con ahínco, ¡y desde ya!, la reelección, pues junto a él no crecen flores. Él es el líder mediático. De él son el carisma y el estilo. Si Orlando Hernández, con mucha menos capacidad política, consiguió darle vuelta a la Constitución hondureña, no sería de extrañar que Bukele hiciera lo mismo con la salvadoreña.
Serán las masas aún entusiasmadas las que saldrán a las calles a exigir su reelección, y él, obediente como todos los autócratas, se sacrificará cuatro años más por su pueblo. Y no hay que temer que se convierta en un Pinochet bananero, mucho menos en un Chávez y, como parece que al narco si lo tiene a la distancia, tampoco en un Orlando Hernández. Todo conduce a pensar que será el Rosario Murillo salvadoreño con su gorra de visera para atrás, y no con esas decenas de anillos y de pulseras de bisutería barata, pero con muchos años de gobierno por delante como ella.
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