Activa defensora de los derechos humanos y de las conquistas sociales, sus dos períodos presidenciales fueron atacados por la más amplia red de grupos conservadores de una manera solo comparable con la persecución sufrida por Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil. Las transformaciones económicas y sociales vividas en los 12 años de gobierno peronista liderados por Néstor Kirchner y Cristina pusieron en crisis el modelo neoliberal, por lo que ellos sufrieron de inmediato falsas acusaciones de corrupción que, sin embargo, no solo no impidieron el triunfo de Cristina en 2007, sino que tampoco prosperaron en 2011.
La Argentina destrozada y empobrecida por el caos gubernamental del final del período de Fernando de la Rúa solo logró retomar el rumbo con la llegada a la presidencia de Néstor Kirchner en 2003, ganador en un proceso electoral en el que, lamentablemente, no consiguió validar el apoyo popular, pues, segundo en el primer turno con 22.5 % de los votos, su contrincante, el expresidente Carlos Menem, que había obtenido el 24.45 % de los votos, decidió no participar en el segundo turno y así evitarse una derrota que todos auguraban aplastante.
Sus cuatro años de gobierno fueron de reorganización del entramado político y económico del país. Consiguió que el crecimiento del país fuera sostenido y que las desigualdades sociales también se vieran reducidas. Si Argentina se constituyó en una referencia en política social, también lo fue en la lucha por los derechos humanos.
Llegado el final de su mandato, su aprobación era alta. Sin embargo, los apoyos políticos y sociales de Cristina, su esposa, también estaban en alza, por lo que, sabios, optaron por que ella fuera la candidata a su sucesión, de modo que se le negó a Néstor la opción de ser candidato inmediato a la reelección. Los logros de Cristina no se hicieron esperar y, contrario a todos los pronósticos que el patriarcado empresarial difundía, Argentina no solo siguió creciendo, sino que continuó reduciendo las desigualdades al conseguir que los índices de pobreza se redujeran drásticamente.
El fallecimiento prematuro de Néstor hizo que todo el peso de la continuación de las conquistas sociales recayera en Cristina, quien en 2011 ratificó los apoyos y obtuvo la reelección en el primer turno. Si en 2007 había obtenido, ya en el primer turno, el 45 % de los votos, superando en 22 % a su más próxima contrincante y, en consecuencia, ganando definitivamente la elección, cuatro años después alcanzaría en ese primer turno el 54 %, frente a un raquítico 17 % de su más próximo contendiente. Apoyos electorales nunca antes vistos en la historia moderna de nuestro continente.
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Cristina se afianzaba como un fenómeno político de amplia proyección, lo cual evidenciaba que era posible combinar crecimiento con reducción de desigualdades estimulando no solo el desarrollo industrial del país, sino también el científico y tecnológico, y ampliando significativamente la cobertura escolar en todos los niveles, con estímulos reales para todos los docentes. Su lucha por los derechos humanos la llevó a defender abiertamente los derechos de la diversidad sexual, la búsqueda de los hijos de desaparecidos y la persecución de los crímenes de lesa humanidad.
Sin embargo, los detentores de añejos privilegios veían cómo sus exorbitantes beneficios disminuían ante la ampliación de una clase media que, empoderada, exigía cada vez más democracia y equidad.
Desgastada, atacada por todos los flancos, en las elecciones de 2016 Cristina no consiguió hacer elegir a su sucesor, quien obtuvo el primer lugar en el primer turno, pero apenas con el 37 % de los votos, seguido de cerca por Mauricio Macri, con el 34 %. En el segundo turno, con el apoyo de todos los demás opositores, este logró un apretado triunfo y alcanzó el 51 % de los votos, frente al 59 % de Scioli, el candidato peronista apoyado por Cristina.
La presión de las derechas por destruirla fue implacable. Al apretado triunfo se le otorgaron dimensiones colosales, de modo que se hizo creer que había sido una derrota contundente. Las conquistas sociales logradas en los 12 años de gobierno progresista fueron rápida y despiadadamente desmontadas con el supuesto de que el enriquecimiento, nuevamente desmesurado de los de siempre, no afectaría del todo a los recién salidos de la pobreza. Pero las recetas neoliberales, evidenciadas como ineficientes en todas partes del mundo, vinieron a hacer estragos no solo en la economía argentina, sino en todos los ámbitos sociales. Macri, quien había afirmado que la inflación y la devaluación eran cuestiones de muy fácil solución, llegó al final de su mandato con los peores índices de las dos últimas décadas en cuestiones monetarias y de balanza de pagos.
Cristina estaba llamada a retomar el control de la política de su país. Era, innegablemente, el actor con más legitimidad y apoyo social. Pero era también la más atacada y cuestionada de los contendientes electorales. Aquel 54 % de apoyo de su segunda elección se había reducido a un poco más de 33 %, y todos se frotaban las manos imaginando lo fácil que sería derrotarla si no en el primer turno, sí en el segundo.
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Siguiendo la lógica de las tradicionales ambiciones por el poder, Cristina estaba llamada a competir y posiblemente a ser derrotada violentamente en el intento. Sin embargo, fue en esas condiciones en las cuales la expresidenta argentina demostró la calidad y envergadura de su visión y compromiso político. Sabedora de que su candidatura llevaría al país a un enfrentamiento político y social nunca antes visto y de que, de ganar, tendría todos los factores en su contra, se propuso convencer al más sagaz, calmo e inteligente de los líderes justicialistas (peronistas) y, con la legitimidad que le daba ser la portadora de un amplio apoyo popular, propuso a Alberto Fernández como el candidato presidencial, con ella como candidata a la vicepresidencia.
No como titiritera, sino como respaldo a quien podría impulsar la recuperación de las conquistas sociales. El candidato no era un fantoche, sino el relevo indispensable para conducir a los sectores populares a un nuevo triunfo. Ella, el respaldo, estrado y palanca para que eso sucediera.
No era esa la lógica imaginada por las derechas. Era la lógica de una estadista progresista, sabedora de sus capacidades y sus límites. Consciente de sus amplios apoyos, pero suficientemente enterada de las limitadas posibilidades para expandirlos, optó por aportar ese apoyo a alguien que, evidentemente, podría agregar simpatías y, llegado al poder, conducir al país a recobrar sus conquistas sociales.
La estatura política de Cristina Fernández, quien insiste en firmar «de Kirchner», y no «viuda de…», y no reniega de su apellido de casada, es de dimensiones continentales. Su decisión la coloca en un cargo que es fundamental como apoyo al presidente en funciones, pues como vicepresidenta dirige el Senado del país. Pero no está allí para disputar protagonismo, mucho menos para vigilar o cuestionar la acción presidencial, que en el sistema político argentino tiene una independencia y un poder amplios.
Hay en su gesto humildad para entender que, aunque es la líder política con más carisma y simpatía en décadas, sus adversarios lograron construir un muro de rechazos y hasta de agresiones que la imposibilitan de ampliar esos apoyos. Pero también se nos muestra con la sabiduría necesaria para descubrir que el más indicado era aquel que por varios años había parecido lejano y hasta crítico de varias de sus acciones.
El asunto era salvar a la Argentina, no salvar su nombre o su legado. Para ello tenía que estar presente, próxima y visible, pues muchos argentinos solo confían en ella, pero no en la primera línea, ya que era la enemiga principal del gran capital y de sus corifeos.
Todo ha resultado como ella lo propuso. Alberto Fernández ganó la presidencia en el primer turno con el 48 % del apoyo electoral. Si bien cuatro de cada diez electores no le dieron su voto, en apenas un mes de gobierno son más del 70 % los argentinos que consideran que está haciendo un buen gobierno.
Las lecciones de humildad, visión política y compromiso ciudadano de la señora Fernández son materia de estudio para entender lo que es un estadista, el ejercicio del poder y la sabiduría para ejercerlo y dejar ejercer. Y, claro, un ejemplo para todos aquellos que están en la disputa política en cualquier país y condición.
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