Suelo escucharlos decir: «Quiero vivir en una casita con un huerto en medio del bosque, llevar una vida tranquila». Si revelo, por ejemplo, que pasamos muchos días sin servicio de Internet, que se va la luz durante jornadas enteras o que solo tenemos un banco, mágicamente se esfuman esos deseos de vivir en el área rural. Definitivamente tendemos a abusar de todo tipo de ideas sensibleras. Romantizamos desde las relaciones personales hasta la pobreza.
Y así de cómodo se escuchan ideas ingratas como: «Don Pablo, el abuelo de una amiga, es ejemplo de salud: se mantiene activo trabajando a sus 80» (sin imaginar que el pobre hombre está fatigado, pero que no puede descansar); «Doña Cata, una madre ejemplar, tiene tres trabajos para mantener a sus hijos» (pero obviamos que, a pesar de trabajar largas jornadas, al volver a casa siempre tendrá hambre y mucha ropa que lavar), o «Carlitos tiene tanto deseo de superarse que a sus siete años camina solito ocho kilómetros, con lluvia o sol, para ir a la escuela» (sin tener en cuenta que también se ve en la necesidad de trabajar para ayudar a llevar el sustento a su hogar).
Y así vamos por la vida romantizando la desigualdad, vendiéndola como idea falsa de superación. La vida en el campo es jodida, como dicen por acá. Las personas se ingenian viendo que hacer en la economía informal para poder comer. Por supuesto que todos son arrechos, pero en obligada resistencia a la constante necesidad de luchar por subsistir y, aun en esas precarias condiciones, siendo explotados por quienes pagan mal su trabajo.
Conversando sobre el año electoral que se avecina, Zoilita —una señora de 30 años que trabaja lavando ropa— me decía: «Si salen otra vez xxx, yo voy a votar por ellos otra vuelta. Porque dicen que ellos ofrecen ayudas». Esa, apreciable lector, es la condición que determina el sufragio en esta Guatemala profunda. Jamás había yo percibido ese mensaje tan claramente: cuando no tenés educación, casa y un empleo que te sostenga, ¿de donde carajos sacás esperanza para resistir?
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La invasión de propaganda, la convulsión política actual y muchos otros sucesos de corrupción de funcionarios y de la iniciativa privada me hacen pensar que es necesario meditar en torno a nociones que hemos venido tratando de ignorar porque tomarlas en cuenta nos perturba o nos hemos acostumbrado a aceptar su atropello. Hace unos días me encontré con una reflexión de Pablo Otzoy que intentaré parafrasear, ya que me parece válida para la celebración de esta supuesta fiesta cívica:
«No está de más reconocer que nosotros también formamos parte de este gran compuesto social que constituye mayoría en nuestro país. Como Carlitos, don Pablo y las madres solteras como doña Cata, que trabajan honestamente para posiblemente nunca poder superar su condición de miseria. Como los agricultores que solo pueden sembrar la tierra ajena, los relegados, los desatendidos o excluidos de la civilización y el progreso. Los que tuvieron que emigrar a otros países porque aquí no encontraron la oportunidad que buscaban y que, con las remesas que envían para el sostenimiento de su familia, forman uno de los pilares fundamentales de la economía nacional. O como los desempleados que desesperadamente buscan una oportunidad de trabajo para ganarse con dignidad el sustento diario».
Por ellos y para ellos, para esa mayoría cuya única esperanza está puesta en las promesas de campaña de los políticos, es trascendental el papel cívico que cada uno de nosotros juega. Por eso todos los guatemaltecos que sí tenemos un trabajo, una carrera y un empleo digno estamos convocados a hacer valer el derecho de todos. Sea este mensaje, pues, para mujeres y hombres de respeto. «Porque, a pesar de las precarias condiciones en las que se vive en el país, no debemos permitir que nuestros hermanos del campo pierdan la esperanza. No debemos descansar, sino seguir luchando por que vengan días mejores, en que la verdadera paz, fruto de la justicia social, sea el sol que nos ilumine a todos».
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