En lo interpersonal, esto funciona. Numerosos ejemplos lo atestiguan: desavenencias conyugales, de amigos, de vecinos. Se complica cuando se trata de reconciliación en términos macros, de un colectivo social, de un país. ¿Qué significa reconciliar en una sociedad? ¿Quién se reconcilia con quién? ¿Para qué?
No son preguntas retóricas: son los cimientos de acciones que involucran a poblaciones golpeadas por guerras internas y que necesitan seguir compartiendo un espacio común en su existencia diaria.
En los posconflictos no es infrecuente que sujetos antes enfrentados, alcanzada la paz, continúen con su vida cotidiana normal, de modo que se produzcan espontáneos procesos de reconciliación. Ese es un nivel personal, subjetivo, que no alcanza para plantear un complejo proceso social. Para lograr esto debe haber justicia, es decir, revisar lo actuado en la guerra y castigar los excesos para que la sociedad vuelva a tener referentes éticos. No hacerlo es premiar la impunidad y, por tanto, no fomentar la paz.
Traumas como las guerras (al igual que grandes accidentes, naufragios, violaciones sexuales) dejan marcas psicológicas. El ataque externo es tan grande que nunca termina de procesarse. Igual sucede en lo colectivo: los judíos masacrados por los nazis en la Segunda Guerra Mundial, ¿se reconciliaron con sus verdugos o fue necesario un gran trabajo para pacificar a la sociedad consistente en hacer justicia? Justicia con los juicios de Núremberg, juicios que en Guatemala tímidamente comenzaron con Ríos Montt y Rodríguez Sánchez, pero cuya sentencia fue rápidamente anulada por los poderes fácticos. Ahora se asiste nuevamente a procesos similares con el juicio que se les abre a 12 policías y militares implicados en el así llamado Diario Militar, ligados a la captura clandestina, tortura y desaparición forzada de al menos 183 personas opositoras entre 1983 y 1985.
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Más que reconciliación, en la Alemania posguerra hubo justicia, lo cual no es lo mismo. Atender las heridas de los conflictos no es buscar el perdón: es buscar inexorablemente la justicia y la reparación de lo sufrido. Reconciliación es eso: sanar heridas con justicia. Si no, no se pasa de la declaración pomposa. O, en todo caso —y esto es lo altamente preocupante—, es un dar vuelta a la página, borrón y cuenta nueva y aquí no ha pasado nada. La Ley de Reconciliación Nacional de Guatemala, aprobada en 1996 luego de la firma de los acuerdos de paz, finalmente sirvió para dejar atrás la historia de esa negra noche que fue la guerra interna. Hay factores de poder en el país que a toda costa quieren dejar todo en el olvido. Esa no parece la mejor manera de superar los traumas. Lo que se intenta reprimir siempre regresa, aunque sea disfrazadamente. La actual ola de violencia generalizada —que bajó un poco con el confinamiento por la pandemia de covid-19, pero que no desapareció—, ¿no es una reactualización de los horrores padecidos en la guerra?
En Guatemala, ¿por qué negarlo?, se cometieron crímenes de lesa humanidad. La desaparición forzada de personas, las ejecuciones extrajudiciales, las torturas, las masacres de población campesina maya (genocidio) y el robo y tráfico de bebés constituyen graves delitos que no prescriben. La población que sufrió esos vejámenes o sus familiares, ¿a título de qué se reconciliarían con sus verdugos?
En la actualidad, en Europa, donde menos grupos neonazis hay es justamente en Alemania por el trabajo continuo de revisión de la historia que allí se hizo. Tal como reza un rótulo a la entrada del Museo del Horror de Auschwitz, el que fuera un campo de concentración en la actual Polonia: «Quienes olvidan su historia están condenados a repetirla». ¿Podrá superarse la conflictividad en Guatemala negando el pasado o así solo se alimenta más conflictividad?
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