Me levanto temprano, me siento frente a la computadora con café en mano y comienzo a teclear mientras la cafeína comienza a hacer su trabajo imitando y bloqueando la adenosina producida por mi cerebro y su efecto de somnolencia. Varios rostros y nombres van apareciendo también en la pantalla. Nos conectamos a escribir en silencio, ejerciendo influencias unas sobre otras. Sabemos que escribir es una práctica que exige perseverancia y que requiere de un lugar reservado para ello, en este caso una habitación virtual compartida.
Esta constancia también me ha llevado a pensar mucho acerca de la escritura como forma de constituir mundos nuevos o de fortalecer los ya existentes. Las palabras no son solo signos de algo: tienen la capacidad de moldear la realidad material. De ello también se deriva la complejidad de relacionarse con otros textos, con las prácticas escriturales o narrativas de otras corporalidades (porque no solo los seres humanos escribimos y generamos significados), con las maneras en que nos leemos y desde dónde lo hacemos.
He pasado las últimas semanas hurgando en el archivo de una escritora. Por momentos he buscado y por otros he encontrado sin buscar aspectos de su escritura que van conformando un mapa con rutas recorridas a lo largo de varias décadas, un mapa que ahora puedo dilucidar como quien analiza los suelos y las huellas dejadas por los fenómenos en forma de tiempos, pero sin organizarlos. Son huellas que desenmascaran historias cargadas de relaciones y alianzas que siempre se están actualizando. No es un mapa que traza límites, sino uno que recuerda que hay mucho que no puede verse, dividirse o señalarse y que permanece siempre abierto al surgimiento de nuevos trazos, aun cuando la autora de estos escritos hace ya 40 años que está ausente.
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Los textos mecanografiados y los cuadernos que he estado manipulando y leyendo han sido invadidos en gran parte por el moho, hongos que se entrometen en las narraciones, intervienen el tren de pensamiento registrado hace medio siglo y generan una nueva temporalidad en la que la vida y la muerte adquieren otro sentido. Los textos en el archivo son como la práctica de la escritura: se enredan en encuentros insondables. O, mejor dicho, la práctica de la escritura no se detiene nunca. Se extiende indefinidamente gracias a la agencia de innumerables actores, y de igual manera lo hace la existencia de quienes la practican.
Hoy, dicen, el ritmo de la escritura es otro. La relación entre los cuerpos humanos y los tecnológicos se ha transformado en la última década: una transformación que se ha acelerado más todavía en el último año. Estamos siempre mediados y mediadas por las pantallas y por sus efectos algorítmicos, cada vez más inteligentes y creativos. Lo orgánico y lo inorgánico no encuentran ya límites claros. No obstante, la mediación es solo uno de los aspectos de esta tecnología, como lo señalara Heidegger. La tecnología, decía, no solo se relaciona con la noción griega de techne, sino también con la de poiesis. Los circuitos y los sistemas nerviosos se imitan entre sí, se influyen mutuamente, se implican en una relación de mutua dependencia. Nuestra conciencia se enreda en la red electrónica. Nuestro cuerpo es moldeado por la postura que su uso nos impone. No la dominamos ni nos domina. Ello implica que, cuando no la pensamos como algo a nuestro servicio, nos puede brindar nuevas alternativas, podemos devolverle su cualidad de desocultamiento, es decir, su potencial productivo. Como con los hongos que intervienen los textos y nuestros cuerpos, cuando nos relacionamos con la tecnología sin aspirar a lo utilitario, la poesía puede surgir de los lugares menos esperados.
Estas reciprocidades, activadas en mi caso por medio de la práctica de la escritura, nos invitan a devenir máquina en el sentido en que lo planteara Deleuze. Asumirnos como cuerpos naturoculturales que interrumpen expectativas, enredados con la tecnología digital desde una potencia generadora consciente de la urgencia de transformar la naturaleza de esa tecnología, hoy «piedra procesada», como dice Édgar Calel. Piedras procesadas con efectos biopolíticos como los que históricamente han llevado a la anulación de tantas vidas, entre ellas la de la escritora a la que hoy visito a través de su archivo.
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