Mientras los alcaldes le rinden pleitesía al presidente precario en una orgía de autoritarismo inaceptable, un relevo urbano de centro ilustrado prepara la siguiente fase en nuestra biografía política nacional. Los mismos que abanderan mediáticamente la resistencia en contra del gobierno actual diseñan, en reuniones a puerta cerrada, el reformismo guatemalteco del siglo XXI.
El gran problema de esta transición, si es que se termina dando, es que ni unos (viejas élites autoritarias atrapadas en otra era —continuistas—) ni otros (una élite emergente, moderna y moderada —reformistas—) toman en cuenta a las grandes mayorías. Las mujeres, los pueblos indígenas, los estudiantes, la juventud, los campesinos, la clase trabajadora y los marginados urbanos (o sea, la real Guatemala profunda) siguen fuera de la ecuación para modelar un pacto social. De la vieja élite queda poco por decir a ese respecto. Pero los reformistas tampoco son inmunes a los vicios de exclusión. Diseñan para los marginados, pero no diseñan con los marginados. Sus reformas son para la gente, pero no vienen de la gente.
Tutela en su peor expresión, en su forma más paternalista y condescendiente.
Si es cierto que desean un país en donde quepan los campesinos, deben trabajar con el Codeca y el CUC, por ejemplo, abiertamente y de buena fe. No imponer su visión de un campesinado empoderado, sino acercarse a los campesinos y ofrecerles sus plataformas para que ellos mismos dicten su narrativa. Desde luego, cualquier diferencia en estrategia se puede limar en una mesa redonda, pero la cosa es acercarse. Esos mecanismos de imposición (menos los hipersutiles) no caben en un país tan dañado como Guatemala. Precisamos sanar, re-conciliar, re-unir. Pero no reunir a élites de derechas moderadas con élites de izquierdas domesticadas, sino a opresores y oprimidos. Allí sí cabe hablar de reconciliación.
Ciertamente podríamos asegurar que los continuistas y los reformistas tienen poco en común. Sin embargo, se intersecan en un aspecto fundamental de la teoría del Estado y de la práctica gubernativa: la institucionalidad formal. Para los viejoelitistas o continuistas de Jimmy (una oscura alianza entre politiqueros convencionales, grandes empresarios finqueros, Iglesia evangélica, militares y narcotráfico), la institucionalidad sirve de pretexto para seguir haciendo cosas malas (antiéticas) que parecen buenas (legales), es decir, actos gubernativos que guardan las apariencias de legalidad, pero que esconden un fondo inmoral, fraudulento y para ganancia de pocos.
Por otro lado, para los nuevoelitistas o reformadores del centro extremo (una alianza más o menos orgánica, coyuntural, aún bastante desarticulada, de pensadores de derechas e izquierdas dizque moderadas), la institucionalidad es la excusa idónea para excluir a la mayoría de guatemaltecas y guatemaltecos de su agenda-setting[1] ordenada y apegada a derecho. Las mayorías, dicen, no tienen las capacidades (aptitudes intelectuales y académicas, recursos financieros, tiempo, conectes y plataformas) que, por supuesto, ellos sí tienen.
El rollo de las mayorías es de luchas poco legales, no de reformas ordenadas.
Al final del día, consciente o inconscientemente, los esfuerzos de los reformadores ilustrados terminan sirviendo como una cortina de humo que minimiza las reivindicaciones históricas que nacen desde abajo. Si todo cambia para que las cosas sigan igual, nos habremos acomodado bajo una ilusión de haber avanzado, evolucionado. Pero no. La exclusión y la indiferencia todavía estarán allí.
Hace varias décadas, Lester B. Pearson, un gran estadista canadiense, dijo: «Conquistamos el espacio y las estrellas, pero aún no nos conquistamos a nosotros mismos». No era una congratulación a la NASA o al programa espacial soviético, sino una autocrítica. Un llamado a la cordura moral de su especie. Hoy, si me permiten, yo quisiera recordar sus palabras, pues ¿de qué nos sirve la evolución material y tecnológica si nos hemos estancado intelectual, moral y espiritualmente? El resultado es que separamos el átomo para hacer bombas de destrucción masiva, no para crear realidades inimaginables.
Sí, botamos presidentes corruptos solo para llenar ese vacío de poder con los mismos bajos impulsos.
Enfrentemos a Jimmy Morales y su desgobierno entre todos, pero, cuando venga el momento de rediseñar Estado, debemos reconstituirlo también entre todos: un verdadero Estado social incluyente, sin exclusión ni indiferencia hacia los menos afortunados.
Yo no tengo rutas de salida, pero tengo un consejo: conozcámonos para entendernos, empezando por aquellos que son más diferentes a mí. Acerquémonos a las comunidades y a sus aspiraciones.
Conozcámonos para entendernos. Entendámonos para respetarnos. Respetémonos para confiar unos en otros y para unirnos desde lo más hondo. No con una unidad endeble que nace del miedo a perder, sino con esa que viene del amor por crear un mundo mejor y de la libertad profunda. Desde dentro hacia fuera.
***
[1] Un nombre bonito para expresar la idea de que unos pocos les digan a los muchos en qué creer, cómo organizarse y de qué forma vivir su vida.
Más de este autor