Durante mucho tiempo la posibilidad de conocer y contar su historia me hizo eco muy adentro, hasta que un día coincidieron el ímpetu, la mágica disponibilidad de las fuentes y la aparición de un espacio digno para que la historia llegara a más gente. Así fue como en 2013, unos meses antes del que hubiera sido su cumpleaños número 62, apareció este texto: La voz detrás del alarido: Roberto Monzón, el poeta y el mito[1]*.
No recuerdo quién de sus amigos, de quienes lo conocieron, que le compraron algunas de sus ediciones artesanales y que tuvieron a bien sentarse a platicar conmigo y hacer el intento de recordar, fue el que me regaló una foto tamaño cédula que me acompañó durante el mes que estuve intentando armar su retrato vital y literario. Debió haber sido Gustavo Diéguez en su enorme amabilidad.
Pasé muchas noches leyendo, transcribiendo entrevistas, avanzando en el relato y, durante todo ese proceso, la mirada en blanco y negro del poeta se aparecía sobre el desorden de papeles que iban y venían entre el escritorio del cuarto y la mesa del comedor. Esa era la imagen que tenía de ese personaje del que hablaban con pena, con fascinación y nostalgia. Ese era el rostro que sostenía una historia que, más bien, era una serie de piezas que iban encajando poco a poco. Una historia que se iba diluyendo en las diversas versiones que intentaban explicar su final. Ese que únicamente coincidía con un viernes de dolores, el de 1992.
Este recién pasado viernes de dolores, 30 años más tarde, su poesía, su nombre y su historia volvieron a convocar a los miembros de ese culto secreto alrededor de su palabra y su recuerdo. Algunos peregrinaron al cementerio de la zona 5, leyeron su poesía en voz alta en El Olvido, se reunieron para hablar de su Monzón personal, conmemoraron, una vez más, su palabra y la brevedad de su existencia.
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Sin embargo, este año el recuerdo de Monzón tomó forma, voz y movimiento, frente al asombro de quienes lo conocieron y de los que solo lo habían imaginado. Gracias a la digitalización de parte del archivo audiovisual de una productora que surgió a mediados de los años 80, esa época en la que había empezado el retorno y reencuentro de algunos exiliados. Se llamaba Cochemonte y estaba conformada por Edgar Barillas, Sergio Valdés Pedroni, Otto Gaytán y Rolando Duarte, quienes se dedicaron a armar algunos documentales, ficciones y entrevistas clandestinas, entre las que Sergio Valdés recuerda el trabajo titulado «Causa de honor», la grabación del discurso de Luis Cardoza y Aragón cuando le fue concedido el Doctorado Honoris Causa en la distancia.
Como parte del proceso de rescate de ese archivo, se encontraron dos casetes en los que aparece Monzón. Uno de ellos se digitalizó y Sergio Valdés fue el encargado del montaje que hoy regala nueve minutos en los que se le permite al presente reencontrarse con su gesto, con su hablar pausado, con el sonido de sus pasos, con el idioma de sus manos, su mirada fija y su palabra, un reclamo de vida que va brotando sin tropiezo desde algún lugar recóndito de su memoria o de su entraña, ese mismo que llenaba hojas tamaño carta, escritas a máquina, fotocopiadas y encuadernadas e ilustradas con lapicero por sus amigos, también artistas, también perdidos.
Así es como la leyenda trasciende, se personifica y nos mira observarlo, fascinados, desde ese tiempo extraviado y recuperado para riqueza de la memoria. Esa que durante 30 años se ha sostenido en el cariño de unos cuantos, en la curiosidad literaria de otros pocos, en el esfuerzo editorial de artistas como Simón Pedroza y Sergio Valdés, de cuyos archivos han salido las ediciones que actualmente circulan con el sello del Taller editorial bizarro: La mosca en el cristal, La voz de mi vos y Ciudadando laberintos, el libro con el que ganó los Juegos Florales de Quetzaltenango en 1989.
Aquí está su voz, aquí está el poeta: https://www.youtube.com/watch?v=e1DUFfESm3o
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