Cuenta cómo el seguro privado se les acabó y cómo hubo que recurrir a la generosidad de médicos y de amigos con recursos para costear operaciones carísimas.
El caso de Kei no es aislado.
Cuando estaba en el colegio —no recuerdo con exactitud; tal vez fue en sexto grado—, un compañero de clase tuvo un «episodio». Así —como un «episodio»— me lo describió mi mamá. Y lo sacaron del colegio. Nunca regresó a clases.
Para entonces habré tenido 11 años y mi mente estaba ocupada con otras cosas.
Pasó la vida y cada cierto tiempo me topaba en la calle con mi excompañero de clase. Siempre estaba acompañado de su padre. Yo lo saludaba y él me saludaba de vuelta. En su mirada perdida veía una chispa que poco a poco se iba extinguiendo. Alguna vez pregunté qué le había pasado. La respuesta fue vaga: era un desbalance químico en el cerebro y tendría que medicarse de por vida. Me conformé con eso y no pregunté más.
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El año pasado volvió a aparecer mi excompañero. Al parecer, las cuentas por los tratamientos y los medicamentos eran altísimas, los seguros ya se habían agotado y lo recursos de la familia —junto con sus propiedades— estaban llegando a niveles críticos.
Alguien solicitó que nosotros, los excompañeros, lo apoyáramos con lo que pudiéramos. Todos o casi todos dieron. Yo no aporté.
Cuando discutimos de política y economía con los de mi promoción del colegio, pareciera que siempre hay dos posturas: capitalismo/privado/bueno versus comunismo/público/malo.
Yo, obviamente, soy visto como el comunista del grupo.
Mientras uno de mis excompañeros contabilizaba lo que los demás iban depositando en la cuenta de la familia, yo guardaba silencio.
Pasaron un par de semanas y un buen amigo se comunicó conmigo. Me increpó sobre por qué no había depositado. Le dije que no iba a hacerlo para demostrar que yo no era un comunista. Guardó silencio, como esperando a que me explicara.
Verás —le respondí—. Ustedes siempre dicen que soy un comunista o un socialista, pero lo que hoy están haciendo es justo eso: lo que me achacan que no hago. Ustedes pretenden que el dolor de otra familia sea importante para mí y no solo esperan que sea importante, sino que ayude. ¿No es eso socialismo?
Él lo negó. Dijo que ayudar a los seres queridos era parte de lo que nos volvía más humanos, mejores cristianos y mejores personas.
—¿Y si no solo ayudamos a los conocidos y a los seres queridos, sino también a los desconocidos y a los enemigos? ¿No nos hace eso más humanos aún? ¿Mejores cristianos y mucho mejores personas?
—¡Por supuesto que sí! —respondió de inmediato.
—Entonces, para eso están los impuestos.
Hoy amanecí pensando en los muchos Kei y padres de Kei que están allá afuera, que no tienen la suerte de conocer médicos y amigos generosos que aporten a la causa cuando el seguro privado —ese que nos venden como una mejor alternativa al seguro público— se agota y no es renovado porque económicamente no es viable —ni atractivo para la aseguradora— seguir pagando los tratamientos.
Kei —como muchos otros— morirá al final. Y tal vez este libro es el mejor referente para demostrar que los seguros privados en Guatemala son bastante deficientes y que no todos pueden contar con la bondad de amigos y de conocidos.
Mi negativa de apoyar a la familia de mi excompañero no me hizo el más popular de mi clase, pero espero que por lo menos la persona que me llamó haya entendido por qué en los últimos años he abogado por un Estado con más recursos, por una educación gratuita y por un seguro social más eficiente.
Y es porque la caridad nunca será una solución a largo plazo.
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