Wendy Brown (2006) me hizo evocar un hilo de sangre que corrió por mi cara hace algunos años cuando choqué de frente contra una pared porque no me había dado la gana encender la luz al caminar por la casa. Y es que, para no usar la palabra estupidez, diré que la familiaridad me falló, como me traiciona hoy el concepto de la tolerancia.
Después de tantos años clamando por la tolerancia como articulador social, político e interpersonal, encuentro que el efecto social de la tolerancia no es eliminar la aversión por la diferencia, sino regularla de forma controlada y en atención al poder, concebido este local y globalmente en clave occidental.
Aterricemos un poco el asunto. En Guatemala se practica la tolerancia en atención al poder global y local. Así las cosas, rechazamos el fundamentalismo islámico y un flamante ministro de Gobernación llegó a proponer que las pandillas sean calificadas como terroristas. En estos dos ejemplos podemos apreciar que, en principio, la tolerancia sirve como un marco organizador de lo que podemos aceptar y lo que no. En segundo lugar, el discurso local se configura en torno al imaginario hegemónico global del terrorismo, en el cual la tolerancia sirve para la construcción del dualismo que separa al mundo occidental y civilizado (nosotros) del mundo irracional y violento, configurado como el enemigo (ellos).
No me detendré en las controversias que surgen de lo anterior o en los vergonzosos indicadores de este país, donde abundan las bendiciones y las violencias invisibilizadas. Prefiero acercarme al plano individual, donde opera la tolerancia como mecanismo disciplinario, como un regulador de la aversión, pero siempre dentro de ciertos límites que transitan de lo jurídico a lo culturalmente aceptado.
Con esto quiero decir que los efectos sociales del discurso de la tolerancia equivalen a decir que para un amplio segmento de la población es suficiente con que un hombre deje de golpear a su mujer, aunque la violencia psicológica y la económica continúen. En ese escenario, que no es poco común, ella tolera cierta violencia, él puede tolerar cierta independencia y, como en esa familia modelo, la tolerancia se practica en el ámbito de trabajo, en la calle o en el consumo, entendido este último en clave neoliberal.
En definitiva, incorporamos la tolerancia para dominar o ser dominados. Todo depende de la relación de poder que tratemos de analizar y del contexto que determine algunos límites relativamente elásticos. Es decir, la tolerancia transita por mecanismos disciplinarios que pasan por el individualismo, que libera a la persona de los marcos regulatorios culturales. Asimismo, la tolerancia es funcional al pensamiento liberal (y neoliberal), que despolitiza y naturaliza las condiciones materiales colectivas e individuales al desvincularlas del poder, especialmente el económico.
Lo anterior se complementa con una lógica de mercado que incorpora en lo cotidiano el imaginario empresarial y las conductas de consumo. Porque no debemos perder de vista que la tolerancia de las diferencias homogeniza y, por lo tanto, posibilita el consumo global. Por último, existe un vínculo entre la tolerancia y la hegemonía en el cual la raza, el sexo [1], la religión y la cultura son categorías intercambiables y flexibles según le sea necesario al poder. De ahí que momentos de tensión sobre temas como el aborto o el matrimonio igualitario no sean en realidad rupturas que lleven a cambios radicales, sino más bien mecanismos de la gubernamentalidad orientados a la protección del sistema.
En pocas palabras, lo lamentable para nuestro caso es que un sistema inherentemente corrupto como el neoliberalismo se valga de la tolerancia como recurso para gestionar las crisis que van de lo individual a lo social. A mi entender, en eso reside la perversión de la tolerancia. Es decir, nuestra capacidad para dibujar una línea donde separamos la corrupción mala, que debe ser perseguida judicial o administrativamente, de la corrupción buena, que diluimos en otros conceptos como consumo, negocio, emprendimiento, elusión, voluntad divina o simplemente disciplina.
En suma, Wendy Brown no resuelve el problema. Yo tampoco puedo. No podemos vivir sin la tolerancia. Tal vez lo que necesitamos es una nueva versión de la tolerancia en otra sociedad, en un proyecto posneoliberal y democrático.
Brown, W. (2006). Regulating Aversion. Tolerance in the Age of Identity and Empire. Estados Unidos, Nueva Jersey: Princeton University Press.
[1] Imposible desentenderme del dispositivo sexo-raza, lo que implica que la raza y el racismo son fenómenos sociológicos aunque la raza no exista para la biología.
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