Las palabras condenan y reprochan. No, no es normal que estemos acostumbradas a vivir en una cárcel construida por el miedo de ser mujer. Las mujeres deberíamos poder vivir sin turbación. El aviso «amiga, cuidate» nos atribuye responsabilidad de las acciones ajenas que poco o nada podemos impedir. El «cuidate» no paraliza al acosador callejero ni elimina a los violadores ni nos hace invisibles a las redes de traficantes de mujeres y niñas.
La violencia contra las mujeres ha llevado a que el más reciente obsequio para mis amigas posiblemente les salve la vida: un gas pimienta. La violencia contra las mujeres es terrorífica, pero no podemos enclaustrarnos para cuidarnos. Por ello es importante que reconozcamos que la raíz del problema no somos las mujeres que queremos salir a estudiar, a trabajar, a vivir. La raíz del problema es que, como mujeres, sin importar la edad, no estamos seguras en ningún lugar. Las mujeres estamos aprisionadas en una sociedad que no nos respeta, que nos culpa y que exige silencio ante una golpiza. Una sociedad que con negligencia nos mata, nos desaparece lentamente.
La próxima semana se cumplen dos años de la terrible tragedia que cobró la vida de unas jóvenes adolescentes que permanecían bajo la custodia del Estado. Este hecho es definitivamente una metáfora de país: el atroz asesinato colectivo de esas 41 niñas en un hogar seguro —cuando estaban bajo custodia de un Estado que debía protegerlas— es la cara de un país que las culpa a ellas. Un país que no muestra respeto por el cuerpo de las mujeres, por sus vidas y por su independencia. Un país en el que, a diferencia de los asesinatos de hombres, a las mujeres, antes de darles muerte, se las hace sufrir, se las viola, mutila y golpea. A pesar de estar reconocido el feminicidio como un crimen desde el 2008, este no deja de considerarse socialmente un asunto doméstico.
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En Guatemala se desarrollan peligrosas y retrógradas formas políticas que impiden que la escuela eduque en sexualidad y en valores relacionados con temas de género. La violencia contra las mujeres en Guatemala acumuló durante 2018 cifras impresionantes en el total de casos denunciados de maltrato, violación, agresión sexual y trata de personas. Solamente las agresiones sexuales y físicas a las niñas ascienden a más de 11,324, según la Oficina de Protección a la Niñez —esto, sin contar los casos de niñas embarazadas ni las agresiones no denunciadas, que son la mayoría—. Estas estadísticas evidencian que ir con precaución no hará diferencia alguna para nosotras. La diferencia la hacemos como sociedad.
Expertos y expertas en el tema aseguran que la receta está en trabajar nuevas masculinidades desde el hogar, la escuela y la calle misma. La verdadera diferencia la podremos lograr ofreciendo una formación que cambie la silente inacción que nos asfixia tanto en el mercado laboral, en la educación y en el acceso a salud como en las familias de niñas abusadas. Necesitamos crear un contexto más favorable que el actual modelo de violencia contra las mujeres y la relación de poder que se construye en las relaciones sociales. En los feminicidios vemos cómo los hombres se arriesgan a perderlo todo, incluso su libertad y a veces su propia vida, por una falsa idea de hombría.
Necesitamos entender cómo se forma la identidad de los hombres en la sociedad para posteriormente comenzar a construir —juntos— conceptos alternativos y más sanos, identidades masculinas saludables y no violentas e identidades femeninas independientes, en mejores condiciones. Es un gran reto. Exige trabajar en camaradería, cambiar esquemas arraigados por años según los cuales los niños aprenden un papel en el que tienen que ser fuertes, aguerridos, violentos, autoritarios, diligentes cabezas de familia.
Debemos cuestionar las formas colectivas de pensar, sentir y actuar que atribuimos a los varones y que han sido impuestas a través de construcciones sociales. Cambiar la violencia y cuidar la vida femenina es responsabilidad de todos. Puede parecer una solución a muy largo plazo, pero, si no nos ponemos hoy en la tarea, ¿cuándo entonces?
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