Normalmente, por las noches, transito por McNutt. Es una calle amplia, que corre hacia el oeste, alejándose de Texas. Es pasar el Río Grande y todo cambia. Cruzar el río que sirve de frontera con México a lo largo de miles y miles de kilómetros tiene un efecto psicológico: estás cruzando el Río Grande, aunque sea en el único punto en el que no es frontera con México. Además de eso, mientras estás en el puente sobre el río, si levantas la vista por encima de la única tienda en Nuevo México que vende lotería de Texas, verás que en la mera frontera, encaramado en lo alto de un cerro, hay un enorme cristo como el de Brasil pero no tan grande. Tiene los brazos abiertos y mira con un ojo a Juarez y con el otro a El Paso.
Pasar de El Paso, Texas, a Sunland Park, Nuevo México, es como entrar a México: hay calles de tierra que conducen a iglesias evangélicas en donde los domingos hay culto de sanación, hay lugares donde compran latas de refresco por libra, hay tiendas en las que venden cigarros sueltos y los hombres van a comprar latas de frijoles que –se intuye– serán su única comida del día y hay furgonetas en las que hombres gordos con delantal venden tacos, hamburguesas y flautas bañadas en crema.
Pero esta noche no voy por McNutt. Esta noche hay decenas de policías bloqueando esa avenida. Hay bomberos también y hasta un carro del Sheriff está atravesado en la calle. Un policía muy joven me dirige hacia una callejuela secundaria en la que en una de sus intersecciones puedo ver el origen de que hayan movilizado las cinco patrullas y los 20 agentes del pueblo.
En una intersección hay un picop ensartado en la parte de atrás de un Toyota Camry del 92. A ese ya pueden sacarlo de la estadística del 80% de Camrys que aún están en la carretera veinte años después.
Justo por encima de una de las casas prefabricadas de esta calle veo cómo una estrella fugaz surca el cielo estrellado de Nuevo México.
No tiene nada de especial, es como cualquier otro meteoro de esos que hacen soñar a las adolescentes soñadoras y que en estas noches oscuras del Oeste pareciera ser más brillante que cualquier otro astro en el firmamento.
Y como no tiene nada de especial, lo dejo transcurrir de este a oeste. Lo dejo viajar como un chisguete de luz incandescente, como si fuera la cagada de un pájaro de fuego. Cada vez brilla más hasta que de pronto deja de brillar. Y como no tiene nada de especial, sigo la marcha hacia mi destino.
Los últimos días han sido duros. Mucho desvelo, una semana muy cargada de trabajo y los sentimientos de culpa de no haber tenido más tiempo para inscribir antes a los chicos en la escuela y no pasar más tiempo con ellos.
Además acaba de comenzar el frío. Vino, como viene siempre, precedido por una ligera llovizna el viernes, y luego el sábado y domingo por la mañana, por un viento endemoniado. Soplaba tan duro que parecía que iba a romper los cristales, se llevó una maceta que estaba mal puesta y, de tan denso que era, ocultó el sol, las montañas y todo lo que estuviera a más de un kilómetro de distancia.
Esa noche, cuando lo de la estrella, ya había pasado el viento. Y como siempre que el viento se calma, el cielo queda como si recién lo hubieran lavado y se puede sentir en los huesos cómo la temperatura cae conforme pasan los minutos.
Espero que la noche sea tranquila y que pueda dormir de un tirón, que la gente decida no salir de tanto frío que hace y que no haya hielo en la carretera. Espero.
De camino a casa me doy cuenta de que es la primera vez desde el invierno pasado que veo la temperatura caer por debajo de los cero grados. A lo lejos se ven las calles de los pueblitos de la frontera con México y Nuevo México. Calles flanqueadas de casas prefabricadas, algunas en estado ruinoso. Son casas en las que invariablemente hay una abuelita, cinco niños y en las que no siempre funcional la calefacción.
Supongo que, con la helada que comienza y el invierno que se avecina, para ellos los últimos días han sido más duros que para mí porque tengo mucho trabajo. Como dije, estoy desvelado. La semana pasada me tocó madrugar varios días y, ahora que los chicos entran a la escuela temprano, tuve que decirle adiós a la deliciosa costumbre de levantarme a las ocho treinta.
Además, me tocó levantarme mucho más temprano el martes por las elecciones y el jueves porque agarraron a un paseño que, según el gobierno, estaba queriendo lavar 600 millones de dólares para un cartel de narcos. Sus amigos dicen que era un tipazo, un filántropo. Supongo que para él, ahora que está en la cárcel de El Paso, las cosas deben ser también más difíciles.
El sol se asoma detrás de una montaña y comienza su cada día más corto tránsito por la bóveda celeste hacia las montañas que están atrás de mi casa. En tres meses, los días han comenzado a durar tres o cuatro horas menos y hoy la casa estaba verdaderamente fría cuando nos levantamos.
Y a pesar del desvelo, el frío y el trabajo que se va acumulando, no tengo de qué quejarme. Por eso cuando la estrella fugaz pasó encima de la estatua del Cristo con los brazos abiertos, cortando el cielo, esa noche quise pedir algo, quise pedir un deseo y no supe que pedir, no se me ocurrió algo que realmente necesite tanto hoy como para requerir intervención divina.
Pensé eso mientras se extinguía la última luz de esa roca que vino a morir al desierto luego de vagar durante años por nuestro sistema solar. Pensé que hay gente que necesita mucho más que un aerolito les conceda el favor que cambie sus vidas. Yo tengo lo que quiero y lo que no tengo está por venir.
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