La indignación del mundo durará unos días, mientras otra víctima, niño o adulto, fallezca de manera impresionante en manos de las autoridades estadounidenses o intentando entrar a ese cielo no prometido. Vendrán de nuevo los lamentos públicos, los golpes de pecho de algunas autoridades irresponsables, las amenazas violentas del nuevo emperador a quien nadie intenta detener, pues, pusilánimes todos, los Gobiernos prefieren salvar los negocios de sus élites y dejar que en las periferias los pobres mueran en el intento de obtener un trabajo, aunque sea mal remunerado y en condiciones infrahumanas.
Guatemala, dicen, es uno de los países donde la inmensa mayoría de sus habitantes pregonan ser felices. Muchísimos, dicen, ya tiene abiertas las puertas de los cielos, unos en las áreas de servicio y en el piso, otros a la mesa del Altísimo, pues el lugar depende de los donativos que al pastor, profeta o apóstol se le entreguen. Ingenuos y crédulos, dicen que con esos pagos y con la repetición de algunos versos bíblicos han aceptado al Señor y que con eso ya están en los cielos por anticipado.
Ya no hay, por cierto, pecados capitales, como tampoco virtudes teologales. Todo se centra en la fe ciega en el milagrero con micrófono en la solapa y en la ilusión, de unos, de no ser descubiertos apropiándose de los recursos públicos y, de otros, de atravesar la frontera que los separa del empleo medianamente remunerado.
De los primeros está lleno el actual gobierno. Oran porque no saben hacer otra cosa. Si bien ganaron las elecciones con claro y evidente financiamiento ilícito, todo ello fue así porque su dios lo quiso para que humildes hicieran saludo militar ante la bandera estadounidense y declararan que su pueblo es el de Israel, aunque allá los vean con desprecio por no pertenecer a los descendientes de Judá.
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Los otros no se creen las amenazas del nuevo emperador del mundo. Saben que los que traspasaron la frontera viven mejor que ellos. O al menos eso les hacen creer los vecinos, que, endeudados, gastan y malgastan los dólares que el migrante envía para justificar ante los suyos todos sus sacrificios. Energía y entusiasmo no le faltan a este ejército de desheredados y humillados migrantes. Saben trabajar más de ocho horas diarias, sin sábados ni domingos, pero en nuestros países no hay quien los emplee. Y cuando sucede, el pago no alcanza siquiera para recuperar las fuerzas.
El cadáver del hombre de bruces, ahogado, junto a su pequeña hija, impacta por su soledad y paternal sacrificio. Las latas y las botellas de plástico dan el toque de modernidad y progreso a la escena. No hay rostros, mucho menos sonrisas, sino simplemente cuerpos sin vida como muestra de un mundo marcadamente desigual, colmado de egoísmo, vanidad y soberbia.
El Gobierno de México, puesto contra la pared con una economía más que dependiente de los humores y suspiros de sus vecinos estadounidenses, optó por salvar algunos muebles y, tragándose su más que arraigado nacionalismo, no tuvo más opción que bajar la cabeza y militarizar su frontera sur aplicando controles estrictos al tránsito de personas que, si bien afectarán por ahora los jugosos ingresos que policías mexicanos y agentes migratorios estadounidenses han obtenido por años con el tráfico ilegal de personas, le permitirán a la economía mexicana un respiro. No se puede ser digno cuando ya se está de rodillas.
Al final de cuentas, México sí está pagando el muro. Solo que el muro no es de asbesto, sino de militares y policías. Los ahogados ya no aparecerán en el río Bravo, sino en el de La Pasión. Los migrantes de otros países se concentrarán en las calles y carreteras guatemaltecas, y los nacionales tendrán que pagarles a los coyotes el triple, o mucho más, para por algunos días vivir la ilusión de que saldrán de este bello y hermoso país, colmado de gente que, de tan feliz que es, prefiere huir aunque muera en el intento.
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El Gobierno mexicano bien intenta hacer menos dura y complicada la cuestión, pero, si el salvadoreño se arremanga y trata de encontrar una salida, el guatemalteco, enfrascado en obtener a toda costa impunidad a sus delitos, se dedica a deslegitimar al Tribunal Supremo Electoral, ilusionado con que, con el caos que se ha armado, pueda salir tras la puerta con sus alforjas llenas de dinero.
A Jimmy Morales, ese presidente que ilegalmente nos impusieron las élites económicas, ni le va ni le viene el sufrimiento de los migrantes presentes y futuros. Él y sus cómplices aplauden felices todas las ocurrencias del emperador e ingenuos esperan incrementar sus ingresos particulares convirtiéndonos en tercer país para los inmigrantes. Que los campos de concentración que ahora funcionan en la frontera estadounidense se trasladen a Guatemala les tiene sin cuidado. ¡Ya sabrán sus oficiales aplicar las experiencias obtenidas en las que pomposamente llamaron aldeas modelo!
Y mientras todo esto sucede, nuestras estériles, corruptas y holgazanas oligarquías exportan sus pingües ganancias obtenidas en una economía que los migrantes, esos que no se mueren en el intento, alimentan con su esfuerzo día a día. La estabilidad económica que estos cientos de miles de harapientos les conceden tiene sus accidentes en el camino, por lo que, más que preocuparse por la muerte de los que huyen, estimulan diariamente esas huidas diciendo que no hay suficiente estabilidad y que por ello otros, los extranjeros, no quieren invertir en el país. Porque ellos no invierten: solo sacan ganancias habidas ilícitamente en la mayoría de los casos.
En sus mesas no faltarán ni el buen vino ni la buena comida. Ya se encargarán sus pastores, profetas o apóstoles de retirar de la pantalla la imagen acusadora de un hombre ahogado con su hija apretada a su espalda y de convencer a los que huyen de que esos son los designios de su dios.
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