Con origen en Corea del Sur, el K-pop es una industria que no deja nada al azar. Hace poco terminó una competencia de sobrevivencia, «Boys Planet», en donde el objetivo central era elegir a nueve integrantes masculinos para conformar una nueva banda, la ZeroBase1.
Más por curiosidad que por otra cosa, me adentré en ese mundo fascinante del consumismo capitalista. Un mundo, si parafraseo un poco al filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en donde el ser humano se convierte en explotador de sí mismo.
Al concurso final llegaron 98 aspirantes, 49 de Corea del Sur y 49 del resto del mundo (sobre todo, de China, Vietnam, Canadá, Estados Unidos, Taiwán, Japón), quienes debían hablar y cantar en coreano e inglés. La modalidad para la elección fue la votación en línea de los «Creadores de estrellas», es decir, los espectadores que, del otro lado de la pantalla, veíamos el desenvolvimiento de los jóvenes aprendices. Estos cumplieron con jornadas maratónicas de preparación para alcanzar los resultados deseados y presentar varios espectáculos dentro de la diversidad del K-pop, 1,096 horas de práctica, según los organizadores.
Como fue la primera vez que me acerqué a un concurso de esta naturaleza experimenté en principio un gran asombro. Por un lado, por el profesionalismo del concurso en todas sus fases (reconozco que mi experiencia en este sentido se remite a solo unos cuantos espectáculos parecidos: cuando Jennifer López fue jurado en «American Idol», cuando participó Carlitos Peña en otro similar y algunos esporádicos episodios de La Academia). Así que, ignorante como estaba, todo lo que vi me causó admiración. Por otro lado, al indagar sobre este tema, me percaté de que es ya la quinta generación de idols (la primera la sitúan a inicios de los 90 del siglo pasado) y, viendo las actuaciones de bandas anteriores, constaté que quienes ya debutaron mantienen la calidad en sus presentaciones.
Como hay edades para todo, la de los idols va más o menos de los 16 hasta los 30 años. En este programa un participante de 31 años ya había debutado y, al parecer, había logrado algunos éxitos (de hecho, a mi juicio, tiene la mejor voz de quienes concursaron), pero le pasó que al regresar del servicio militar (en Corea del Sur este es obligatorio para los hombres), estaba ya un poco fuera del ámbito musical y el programa fue un espacio para retornar aun cuando no clasificó entre los nueve ganadores.
Las cualidades de un idol, entonces, deben ser la combinación exacta de gran habilidad, ritmo y capacidad para el baile y una buena voz para cantar, ambas cuestiones de manera simultánea. Asimismo, debe ser un líder y aceptar con humildad las decisiones del grupo. Además, debe contar con una autoestima bien cimentada, porque las críticas llegan a ser devastadoras en momentos críticos.
Recluidos en unas instalaciones a lo largo de los meses que duró el concurso, estos jóvenes se pusieron a prueba en cada una de las sesiones. Fue una competencia un poco como «El juego del calamar», solo que trasladado al mundo del K-pop y en lugar de un sobreviviente, en este caso fueron nueve los que alcanzaron su sueño de debutar. Interesante fue el hecho de que, por primera vez, un extranjero, un joven prodigio de la música de origen chino, obtuvo el primer lugar.
Pese al esfuerzo, a la publicidad, a todo el aparato burocrático de maestros y exigencias que hay detrás de estos jóvenes y la calidad del espectáculo que se muestra, no existe, tampoco, garantía de éxito. En este sentido, vale la pena preguntarse si las condiciones que llevaron al estrellato a bandas como BTS se repetirán en el futuro. De manera independiente a ello, lo cierto es que la música surcoreana ha alcanzado tal éxito que ha logrado que alguien como yo los haya visto, los haya escuchado y se haya impactado tanto que, incluso, ha escrito estas líneas sobre ellos.
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