No pocas personas sienten inminente la caída de la mancuerna Ortega-Murillo. Yo no estoy tan seguro de eso porque el régimen podría recuperar gubernamentalidad a través de la coerción y el apoyo de sus bases más leales, condición que podría concretarse siempre que se garantice el libre tránsito de mercancías y que las corporaciones multinacionales recuperen las condiciones que necesitan para hacer negocios. De hecho, la represión observada hasta la fecha ha procurado sin éxito esencialmente eso: poner orden.
Entonces, si se garantiza por la fuerza la sagrada y libre locomoción, Ortega y Murillo podrían convertirse en una especie de héroes libertarios venerados en secreto por las derechas centroamericanas, cual Maximones empresariales, aunque se mantengan las muestras de resistencia y el descontento por algún tiempo.
Pero retomemos el escenario de la ruptura institucional y una salida del orteguismo por la vía de las elecciones anticipadas. Se me ocurre esa posibilidad porque francamente no veo al Ejército de extracción sandinista pidiéndoles la renuncia a Ortega y a Murillo, aunque sabemos que este tipo de crisis puede llegar a ser impredecible.
En ese escenario, independientemente de quién llegue al Gobierno, se vislumbra una ofensiva conservadora que, en mi opinión, no será realmente una ofensiva económica. Lo que cabe esperar es una batalla por la construcción de hegemonía y la destrucción de los restos del ideario sandinista. Digo esto porque Nicaragua es un país neoliberal en muchos sentidos: escasas regulaciones para las actividades empresariales, bajos salarios, respeto de la propiedad privada, disciplina macroeconómica y un Estado que prioriza los intereses corporativos. Es decir, se observan prácticas y condiciones que incorporan a Nicaragua en circuitos mundiales a través de las maquilas y las exportaciones principalmente agrícolas, que se diversifican poco a poco, con la participación de capitales extranjeros. En ese marco, los orteguistas encontraron una fórmula efectiva y conservadora para hegemonizar a la población echando mano de la mitología judeocristiana, de un Estado policial, de un buen sistema de propaganda y de algunas medidas que han contribuido a que el país, pese a sus niveles de pobreza, exhiba índices aceptables de desigualdad y violencia.
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Con todo lo anterior, la impresión que tengo de Nicaragua es que allí han sobrevivido hasta la fecha reservorios de organización popular y al menos dos elementos discordantes con el ideario neoliberal. El primero es la existencia de un Estado que todavía trata de planear el rumbo económico mientras ofrece algún nivel de salud, educación y seguridad. El segundo es una política exterior ligeramente desalineada con la región, afín en el discurso a los proyectos progresistas sudamericanos y al régimen cubano.
En otras palabras, si Ortega y Murillo logran terminar su período presidencial, es razonable esperar la continuidad del modelo neoliberal y del autoritarismo observados hasta la fecha. Si la crisis aumenta lo suficiente como para que la economía colapse, es probable que llegue anticipadamente al Gobierno una figura que, con la bendición de empresarios y de otros sectores, se encargue de que todo siga igual que antes, pero sin Ortega, sin sandinismo y sin límites para continuar procesos de despojo y explotación que, como es de esperarse, podrían requerir altos niveles de represión.
La gran pregunta podría ser si el pueblo nicaragüense encontrará una tercera vía desde lo popular, con el apoyo de las bases históricas del sandinismo y de cara al peligro de una ofensiva conservadora, que, como se demuestra en Centroamérica, solo genera prosperidad para unas pocas familias. Esto podría ocurrir en un escenario de elecciones anticipadas o al final del período de gobierno de Ortega y Murillo, pero temo que el afán de expulsar el orteguismo pese más que la razón y que, en efecto, estemos ante una restauración conservadora, y no necesariamente democrática en Nicaragua.
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