Pensemos en un pescador llamado Juan. Cualquier hombre nacido en una playa tropical con la mar inmensa al frente puede llamarse Juan.
Cuando este pescador ve su mar y su playa, tiene una doble visión.
La del corazón solo es un recuerdo o un anhelo, da lo mismo. Sus playas son limpias. Su mar es impetuoso pero noble. Su mar es justo. Juan sabe que, si lo respeta, cuando esforzadamente se aventure al interior con su bote lo devolverá a la playa, aun si primero lo sacuda como un cocodrilo a su presa, o hasta lo lance por los aires como un gato sin hambre hace con un ratón derrotado. Es un contrato no escrito en papel, pero sí en el mapa de los sueños y en la sangre de todos los pescadores. Juan también sabe que si es soberbio y piensa que es amo del mar este quizá lo retenga y lo use para alimentar a sus criaturas, que nutre como la madre más amorosa. Los ojos del corazón también le dicen al pescador que, a cambio de su sudor, el mar lo alimentará a él y a su familia, les brindará brisa refrescante y los deleitará con el espectáculo de sus juegos con el sol, la luna y las estrellas. Juan es más agua que carne, como cualquier persona. Eso genera un vínculo indescriptible, como esas razones del corazón que la mente no entiende.
[frasepzp1]
La otra visión, la de los ojos carnales, es diferente. Un mar que debería estar limpio es ahora un botadero de basura. Lo que ven esos ojos es como la piel de un leproso. Los ríos ya no vienen más con tributos de respeto sino con injurias. Las redes de pesca que antes emergían repletas de alimentos ahora parecen células cancerosas, deformes, amenazantes y raquíticas. Cada vez hay menos peces y cada pez está envenenado con pociones indetectables pero letales de microplásticos. Las playas, que todos imaginan como agencias autorizadas del paraíso, hoy son tiraderos y cagaderos por igual de horrendos neptunos de espuma que se creen poderosos, bellos y eternos.
Usted también es Juan, pero no lo sabe o quizá se niega a considerarlo. Yo me siento Juan, profunda y dolorosamente Juan.
La mar es una patria de sendas tetas maternales, pródigas con todos. La patria (es decir la mar vista desde la ventana del corazón, es decir Guatemala) es abrazante, noble, ingenua como niño que no puede dejar de querer, ni de temer, ni de tremer ante los actos de sus padres abusadores.
Las playas que ven los ojos de Juan son los noticieros de alquiler, la voraz corrupción, la estupidez de diseñador de quienes están llamados a descontaminar la mar invadida de parásitos, infecta por el pus de la avaricia sin medida de quien la viola, la vende y la desmembra para obtener papel moneda y convertirlo en soberbia y en apestosos pedos de poder. Los ojos castigados de Juan son mis ojos.
En la patriamar de Juan y mía (y suya, si no se ha dado cuenta) quieren que no cerremos los soñadores ojos del corazón y que sobre los ojos que saben leer nos coloquemos una venda de promesas hipócritas, de mentiras descaradas, de distracción circense, de rendición, de perversa narcocracia electoral.
Entre tanto, como si los naufragios de toda la historia salieran apocalípticamente de las profundidades y fueran vomitados a la playa, seguimos recibiendo niños desnutridos, jóvenes sin esperanza ni oportunidades, niños y mujeres violentados, delfines anticorrupción mutilados por tiburones prevaricadores y todo tipo de esperanzas y deseos de justicia y equidad muertos por vejez.
Más de este autor