Durante la campaña electoral un tema pareció ser el denominador común de las expectativas populares: el combate a la corrupción. Cuando comparamos el clamor de los electores con los índices de aceptación que tuvo CICIG hasta la terminación de su mandato, no extraña. Podría decirse que, en un país dividido, la lucha contra la corrupción ha sido un punto de coincidencia.
La palabra corrupción puede abarcar una serie compleja de actores y de acciones que hacen difícil su aprehensión. ¿Es saltarse la fila del supermercado un acto de corrupción? ¿Cómo se compara con el robo de miles de millones de quetzales por funcionarios corruptos?
Concebida en su aspecto más general, la corrupción ataca los sistemas normativos de la organización social, los desvía de su propósito y puede llegar a destruirlos. Dentro de este orden de ideas, saltarse la fila del supermercado o robar al erario son dos acciones donde lo que está en juego es ese espacio donde confluyen los intereses colectivos. Es decir el espacio de «lo público», del bien común, cuyas normas propician, idealmente, la paz y el bienestar. Pero resulta evidente que hay diferencia en la magnitud del daño causado y la sanción. El primero puede ser regulado ahí mismo, con el desprecio y rechazo de quienes lo evidencian. El caso del robo al erario, en cambio, tipifica un crimen en contra de la sociedad y el responsable puede ir a prisión. Atenta contra los bienes públicos que pudieron mejorar la calidad de vida de un país.
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Y es que, al ahondar en las distancias que existen entre estas acciones, hay que considerar el papel del Estado como garante de lo público. Un funcionario del Estado no solamente comete un acto inmoral cuando traiciona su cargo. Compromete el cumplimiento de los fines de la organización social, corrompe la función pública. Y esto debe ser considerado un crimen grave. Ha dañado, de manera directa, a la colectividad y ha menoscabado la confianza en el sistema. Basta considerar la compra anómala de las vacunas durante la pandemia del Covid-19 para corroborar estas afirmaciones pues, aunque los funcionarios fueron los causantes, fue el Estado el que incumplió con su obligación de preservar la vida.
Frente a los intereses colectivos, se colocan los intereses privados que persiguen fines individuales y de lucro. El Estado debe marcar el límite de estos intereses, no solamente mediante la legislación, sino impidiendo, con todos los mecanismos a su alcance, que puedan corromper la función pública. El financiamiento electoral ilícito, por ejemplo, hace a los gobernantes rehenes de los financistas. «El pecado original», lo llamó Iván Velásquez al comprender la dinámica de la corrupción en Guatemala y fue el motivo de la deserción del sector privado del apoyo a la Cicig porque se trataba de una llave que les abría la influencia directa al gobernante de turno y que, además, permite tomar control de puestos clave para agenciarse de contratos con el Estado, o recursos fraudulentos como las plazas fantasma. Estos recursos mal habidos se convierten también en financiamiento electoral. Este círculo vicioso genera de forma paulatina la captura del Estado y ahoga la institucionalidad que no encuentra vías de salida para depurarse, ni aún con las elecciones.
Por otra parte, cuando hablamos de grandes casos de corrupción, con frecuencia nos circunscribimos a la apropiación privada de fondos públicos. Pero, en años recientes, hemos visto cómo instituciones creadas con propósitos importantes los abandonaron para dedicarse en exclusiva a procurar beneficios y privilegios a funcionarios. Ejemplos penosos como el Instituto de la Víctima, o la Sosep son apenas una muestra de este avance destructivo donde amplios espacios de interés colectivo se ven desatendidos por una institucionalidad convertida en inutil.
En este avance de putrefacción, un fenómeno interesante es el del Congreso pues, durante las últimas legislaturas, la función de representación política también fue expropiada para favorecer los intereses privados. El Congreso dejó de servir para resolver los problemas sociales. Funcionó para alimentar con fondos públicos la corrupción, a cambio de sobornos.
Aparte de esta característica expropiatoria, la corrupción tiene una arista extractiva porque la desprotección de los bienes públicos favorece el pillaje y acumulación de poder. No se detiene en el erario, sino que acecha los recursos naturales del país e, inclusive, el dominio del territorio. Además, la naturaleza extractiva de la corrupción se extiende a otros planos: el vaciamiento ideológico de los partidos políticos, por ejemplo. Al dejar de lado la función de representación de los intereses colectivos, los partidos políticos se convierten en empresas electorales, con el único objetivo de abrir los cargos públicos a las organizaciones criminales, penetrar el Estado y tergiversar sus fines. Partidos como Vamos, o Todos son indefinibles en términos políticos pues carecen de otra ideología que no sea el populismo clientelar destinado al despojo brutal del poder público para dedicarlo a satisfacer intereses criminales.
Lejos de proponer planes de gobierno serios, los partidos vacíos de ideología optaron por el más obtuso de los disfraces, el populismo que utiliza la religión y hasta las propias iglesias como fachada para esconder acciones que difícilmente concilian con una conducta ética y mucho menos espiritual. Esto pone de manifiesto lo difícil que resulta lavar los pecados de la corrupción y lo fácil que es desviar el propósito de organizaciones religiosas cuando se inmiscuyen en los asuntos que corresponden, en exclusiva, al Estado laico.
Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de corrupción? Cuando el fenómeno se presenta en todas sus manifestaciones, incluyendo el manto de impunidad que le resulta indispensable, como sucede en Guatemala, se puede afirmar que ya no es un fenómeno que ataca el sistema, sino que se convierte en el sistema mismo. Un sistema que ya no atiende a los principios constitucionales republicanos y democráticos, sino que a la lógica de la criminalidad organizada. Ya no existe Estado, sino un impostor: la apariencia de Estado que sirve como herramienta para arrasar la vida en común.
Estas reflexiones nos sirven para comprender la magnitud del desafío al que se enfrenta el país. No podía esperarse que el cambio de gobierno produjera una transformación inmediata, como los ilusos pretenden. Si la corrupción es el sistema, el cambio esperado exige una lucha por la recuperación del poder público. Esto requiere fuerza política, visión de largo plazo más allá de los actores del presente, respaldo social y tiempo. La lucha contra la corrupción no puede circunscribirse a procesar unos cuantos funcionarios en casos escandalosos. Requiere una estrategia de Estado para librar la batalla por el poder y requiere voluntad política para afrontar las consecuencias.
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Una de las lecciones aprendidas durante el intento del golpe de Estado fue lo poderosa que puede ser la acción social organizada. De allí que, abrir espacios de poder a liderazgos locales legítimos, es una acción estratégica que puede ayudar a cambiar dinámicas de cooptación y cacicazgos. La convocatoria pública a postular candidatos a gobernadores, podría desplazar la penetración de poderes corruptos en espacios de democracia participativa y ganarlos de vuelta para la defensa auténtica de lo público. En otras palabras, darle poder a quien representa de manera legítima los intereses colectivos.
No se puede olvidar que hoy existe una batalla que se libra a contracorriente porque no se cuenta con las cortes que renunciaron a la defensa de la Constitución. Tampoco con la acción disuasiva o punitiva del MP, ni con los demás órganos de control que, desafortunadamente, siguen alienados de los intereses colectivos. Por esa razón, la recuperación de estas instituciones es un objetivo estratégico. También habrá que luchar por bastiones de la sociedad civil como la USAC y el Colegio de Abogados.
El proyecto de gobierno debe enfocarse en acciones contundentes de recuperación de lo público y esto implica, ni más ni menos, una batalla por el poder. Si no logramos revertir la dinámica de un Estado al servicio del crimen en una de servicio al bien común, no solo el gobierno habrá fracasado. Habremos fracasado todos los guatemaltecos.