El Ministerio Público concentra el máximo poder punitivo del Estado. Como consecuencia de sus acciones, una persona puede ser investigada y resultar privada de libertad. Por ello, se justifican solamente cuando se ejercen con impecable respeto a los derechos humanos, a la Constitución y a las leyes. Debe reunir dos cualidades y manejarlas con sano equilibrio: la efectiva persecución del crimen para garantizar justicia a las víctimas, así como la seguridad y la paz social; pero también, la protección de las libertades ciudadanas y, como consecuencia, el uso racional y ético del poder punitivo.
Una sociedad libre y democrática exige un Ministerio Público empeñado en la búsqueda de la verdad, que respete la transparencia y la publicidad procesal. También el derecho a la defensa como un valor irrefutable para una sociedad justa y humana. Sobre todo, porque no se puede violentar este derecho sin mancillar la credibilidad de la acusación. El apego a lo que en teoría jurídica se ha llamado “debido proceso” no solamente ofrece garantías al ciudadano, sino que hace creíble y legítima la acción del propio ente acusador.
Estos principios no admiten discusión. Solamente son negados por los gobiernos autoritarios, donde los individuos están sujetos al capricho de dictaduras explícitas o solapadas. Sus aberraciones son temibles y, frente a ellas, los individuos se hallan desprotegidos. Es la negación absoluta de la dignidad humana y del sentido de lo que debe ser el Estado.
¿Qué pasa cuando un órgano que concentra tanto poder deja de lado su obligación de investigar la verdad de los hechos y “sale a pescar” evidencias para incriminar? O, peor aún, ¿Qué pasa cuando utiliza su poder coercitivo para fabricarlas?
¿Qué pasa cuando los procesos decaen en la escrupulosa protección de las garantías procesales? Cuestiones como declarar todos los casos sensibles “bajo reserva” impidiendo el acceso público, o negar el examen de los expedientes a los imputados, evitando así el ejercicio de la defensa. Y, peor aún, llegando al extremo de perseguir penalmente a los abogados defensores o conminarlos a aceptar cargos, violando el principio esencial del secreto profesional que protege la relación entre el acusado y su abogado defensor.
¿Qué pasa cuándo se rompe la buena fe que debe existir entre un órgano del Estado y el ciudadano, por ejemplo, utilizando maliciosamente normas inaplicables al caso? ¿Qué pasa cuando se utiliza la Ley contra la criminalidad organizada para perseguir periodistas, o a partidos políticos de oposición generando la idea espuria de que son organizaciones criminales?
¿Qué pasa cuando un Ministerio Público se manifiesta ineficiente y proclive a favorecer a los acusados de graves casos de corrupción y deja de investigar las acciones del gobierno en ejercicio del poder y, en contraposición, se muestra implacable contra la disidencia política y ciudadana?
¿Qué pasa cuando ni las altas cortes, ni los jueces, sirven de contrapeso al Ministerio Público y lo dejan hacer a sus anchas, violando la Constitución política, el sistema electoral y las leyes ordinarias? ¿Podríamos hablar de la emergencia de un “super poder” con capacidad ilimitada de represión?
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Todas estas interrogantes surgen de la forma en que se ha conducido el Ministerio Público en Guatemala durante los últimos años. Su actuación en casos de gran relevancia (que aumentan cada día, sumando nuevos implicados) han dejado el amargo sabor de procesos ilegítimos, sin observancia de las garantías del debido proceso, con aplicación caprichosa de la Ley contra la criminalidad organizada y, constantes abusos a la dignidad de los detenidos. Estas acciones no sirven para legitimar la acción penal. Lejos de ello, son indicios de la ausencia de fundamento para las acusaciones y permiten asumir que sus motivaciones atienden a un afán represivo.
Pero el caso que ha llevado al Ministerio Público a una crisis y ha orillado al país a la ingobernabilidad ha sido su escandalosa intervención en el desarrollo del proceso electoral. Obviando el mandato contenido en el artículo 223 de la Constitución Política de la República que asigna a la Ley Electoral y de Partidos Políticos la regulación de toda cuestión vinculada a los partidos y las elecciones, bajo la jurisdicción exclusiva del Tribunal Supremo Electoral, el Ministerio Público puso en marcha una labor de aparatoso hostigamiento que no cesa. Resulta particularmente bochornoso el caso del partido Semilla por un asunto de supuestas firmas falsas e inconsistencias en su expediente, que resulta risible reclamar a un partido que, no solamente ya participó en una elección previa, sino que obtuvo cerca de millón y medio de votos en las últimas elecciones. Estas acciones, manejadas en contravención de leyes fundamentales, han inoculado zozobra e incertidumbre sobre unas elecciones que se realizaron con entusiasmo por parte de los electores.
En sus declaraciones públicas, las autoridades del Ministerio Público afirman que los casos que maneja la institución están movidos por un celo auténtico. Pero estas afirmaciones son desmentidas, no solamente por los hechos, sino por las formas tan abiertamente ilegales que no resisten el análisis de los especialistas. En los casos vinculados al proceso electoral, ha quedado claro que su objetivo es obstaculizar el ejercicio de una función constitucional y violentar los derechos, tanto de los elegidos como de los electores.
El desmedido abuso ha desatado una importante respuesta de repudio ciudadano. A ello, hay que sumar el pronunciamiento de la comunidad internacional e, incluso, la inusitada intervención de la Organización de Estados Americanos que, en una resolución suscrita por el propio canciller de Guatemala, declaró que el Ministerio Público debe cesar en sus acciones intimidatorias que resultan disruptoras del proceso electoral.
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La crisis monumental que hoy afronta el Ministerio Público se debe a que ha dejado de ser una institución creíble. El sesgo con el que ha ejercido sus funciones, la justicia selectiva que ha puesto en marcha, sin ningún pudor, lo han convertido en un órgano que carece de legitimidad. Y, en consecuencia, ha dejado de cumplir con el importante papel que le corresponde en procurar la gobernabilidad del país.
Resulta evidente que la fiscal general no supo proteger a la institución y ha permitido que la misma sea utilizada como una herramienta al servicio de intereses diversos. De esta debacle resultan corresponsables las altas cortes que no han jugado el papel que les corresponde para frenar la anomalía del abuso. El descrédito del Ministerio Público se ha convertido en un lastre para la consolidación de la democracia republicana en Guatemala. Su manejo inescrupuloso de la acción penal es un peligro para los ciudadanos y también para el ejercicio mismo del poder público. Es ineludible darle un giro a esta institución para corregir el rumbo, pero ¿cuál es el camino para lograrlo?