Los escenarios del servicio al que se refiere se representan en los ámbitos personales, laborales y sociales y su importancia –temporal y espacial– la define la categoría de donde provenga. Una empresa ponderará el servicio al cliente, una institución de proyección social ponderará el servicio a una colectividad.
Sin perjuicio de la procedencia es necesario destacar que, sin una positiva actitud de los protagonistas (se entiende de quienes prestan el servicio), todo aquello que se intente nacerá fenecido. Por esa razón, como propósito de este artículo, comparto tres enfermedades que afectan esa capacidad de aserción. El lector podrá percatarse de que su impacto va más allá del contorno propio y su huella afectará a toda una colectividad. En vía contraria, para no caer en el entramado de los profetas de calamidades (porque el bien siempre prevalecerá), se proponen aquellos remedios que pueden ser útiles para hacer frente a ese dinamismo que puede interferir con la prestación de un servicio de beneficio colectivo.
La primera enfermedad consiste en confundir servicio con poder. De manera especial en aquellos países que, como el nuestro, el poder se asume (por muchas personas) como un ídolo que de ganarse, o convertirse en las personas ganadas por el ídolo, puede proveer todas esas riquezas materiales que se identifican con otro fetiche similar que es el tener.
La segunda enfermedad es el excesivo protagonismo cuya sintomatología principal es el deseo de detentar siempre, el bastón de mando. Esta clase de sujetos necesitan ayuda –sí o sí– por parte de expertos en ciencias de la conducta (de la psicología primordialmente).
La tercera pivota alrededor del egoísmo que, en su porfiado intento de ponderar el interés propio por encima del provecho colectivo, esconden conocimientos, minan oportunidades y traspapelan procesos para favorecer el centralismo, el amiguismo y esos círculos viciosos cuyo lema pareciera ser: «Aquí solo entramos nosotros». La capacidad de los demás –académica o de otra índole– es nula a sus ojos.
Nace entonces la pregunta con la cual se titula este artículo: «Cuando sirves, ¿a quién sirves?». Para responderla, analicemos primero las dolencias y los remedios.
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La primera dolencia se empareja con el poder, la segunda con la egolatría y la tercera con el egoísmo. Quienes padecen de la última son aquellos que mal aconsejan: «El que regala su saber, regala su qué comer». Nada más falso. Detrás de esas enfermedades están los tres ídolos actuales: Poder, tener y placer. ¿Alguna sintomatología común cuando se padece de ellas? Pues sí, hay una como base: El apego desenfrenado a eso que invade y coopta la conciencia de la persona, sustituye a la familia y también reemplaza a Dios. Deviene entonces otra cuestión: ¿Qué remedio o qué remedios puede encontrar la persona para hacer frente a esos padecimientos y a esos ídolos?
Antes de argumentar acerca de los remedios es preciso identificar la sintomatología.
En primer lugar, ha de recordarse que la fascinación inmediata que producen (las enfermedades y los ídolos) se convierte en insatisfacción mediata; en segundo lugar, darse por sabido de que, la alegría que proveen es muy superficial. Esta pasa rápido y cuando pasa, deja en los sentidos un sabor a naufragio. Y en tercer lugar, percatarse del siguiente entramado: la acumulación de posesiones como el poder, los placeres y otros similares, asfixia. La persona ya no tiene vida en plenitud, es decir, ya no se es… (tal cual).
Llega entonces el momento de las decisiones. Después de un largo discernimiento (reflexionar para decidir), buscar ayuda. ¿Qué tipo de auxilio? Pues, desde la perspectiva de este artículo una consejería espiritual (diálogo espiritual) o un apoyo psicológico que arrime el hombro a la persona para remontar esa esclavitud a la que ha sido sometido por sus padecimientos y por sus ídolos (estos principalmente).
Si usted estimado lector se pregunta: ¿Por qué esta argumentación? Respondo con una sola razón: Estamos en un lapso postpandemia para el cual no estábamos ni estamos preparados. A inicios del año 2020 llegó la peste y la remontamos porque la humanidad siempre ha superado peores azares, pero preparados no estábamos. Y para este otro periodo –en el que se necesita lo mejor de la humanidad para la prestación de servicios que ayuden a reconstruir nuestro tejido social–, tampoco lo estábamos ni lo estamos. Así de sencillo. Es el momento de reconstruir nuestro tejido y para ello el telar y los tejedores debemos estar en las mejores condiciones posibles.
Entonces, ¿podemos mejorar como personas y como sociedad? (porque hasta ahora nuestro estatus pospandémico –político, social y económico– está muy desdibujado). La respuesta es sí, absolutamente sí. Muchas formas hay de lograrlo, pero una a nuestro alcance, en el día a día, es preguntarnos antes de entrar en cualquier escena de servicio: «Cuando sirvo, ¿a quién sirvo?». Porque el mal con mucha frecuencia se disfraza de bien. Como una línea muy delgada definió la diferencia (entre el bien y el mal) Harlan Coben. Alecciona así: «Me gusta ver la diferencia entre el bien y el mal como la línea de falta en un juego de béisbol. Es muy delgada, está hecha de algo muy frágil como la cal, y si la cruzas, realmente comienza a desdibujarse donde lo justo se vuelve sucio y lo sucio se vuelve justo»[1].
Hasta la próxima semana, si Dios nos lo permite.
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[1] https://psicologiaymente.com/reflexiones/frases-bien-mal
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