Como he expresado antes, el nivel de crueldad, tanto en el discurso como en la agenda política de Trump se normaliza cada vez más, a tal punto que su actuación y la de sus subordinados se vuelve banal. Todas sus medidas «sin precedente», parecieran devenir la norma para un buen porcentaje de la población que considera que el presidente hace bien con estas acciones pues con ello protege su libertad individual, sus fuentes de trabajo, sus valores religiosos cristianos, sus verdades fundamentalistas contra los cambios demográficos y globales que, aparentemente, la amenazan.
El nivel de aprobación favorable del mandatario va en picada (de 47.9% a inicios de su segundo período, a 44.2% al 5 de octubre), pero las encuestas no parecen quitarle el sueño porque ya todos los poderes del Estado están bajo su mando: desde un Congreso mayoritario en ambas cámaras, pasando por una Corte de Justicia alineada políticamente con el aprendiz de rey supremo, y un ejército que pareciera serle todavía leal, a pesar de insultarles e instigarles a tratar a los ciudadanos «revoltosos» y a los criminales de enemigos internos.
Así, me temo que las virtudes de «la democracia en América» que Alexis de Tocqueville describía y analizaba hace ya casi dos siglos, siguen cada vez más amenazadas. Sin embargo, releer su obra pudiera también aclarar y guiar una agenda contra el autoritarismo y oscurantismo que sigue cocinándose a la luz del Proyecto 2025.
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Para de Tocqueville, el éxito de la sociedad y del sistema político estadounidenses a inicios del siglo XIX, residían en sus principios más igualitarios frente a los privilegios aristocráticos (hoy oligárquicos), así como en el derecho de asambleas y asociaciones, de representación local, o la congregación de los ciudadanos en townships o cabildos abiertos para discutir sobre temas públicos. Estos cabildos que los congresistas republicanos se rehúsan hoy a convocar. Este nivel de democracia desde lo local y la fortaleza de la sociedad civil eran saludados por de Tocqueville.
Sin embargo, también criticaba la esclavitud y la condición de los pueblos originarios, lo cual encontraba contrario a los ideales de libertad que los estadounidenses pregonaban. En efecto, cuando aborda el tema racial, contradice desde muy temprano la noción de «excepcionalidad» estadounidense. En el capítulo X sobre el futuro de las tres razas en Estados Unidos, el autor alude a la jerarquía racial impuesta por los europeos donde el hombre blanco («inteligente y poderoso») sobresale. Este se sitúa a la cabeza, somete y relega de forma inhumana a los esclavos negros y los indígenas a los escalones inferiores.
La relectura de ciertos pasajes de esta obra y la revaluación de sus pecados originales —como la perversa supremacía blanca—, pero también sus virtudes fundadas en cierta noción primeriza de ciudadanía, nos recuerda que esta nación ha ido perfeccionando, dentro de sus trágicas contradicciones, su democracia y sus principios republicanos a lo largo de su vida independiente que arriba el año entrante a su 250 aniversario.
Así lo demuestran las luchas por la emancipación, la abolición de la esclavitud, el fin de la segregación racial, el derecho al voto para los ciudadanos negros, el movimiento de los indígenas estadounidenses, el respeto a los derechos civiles y ciudadanos, los movimientos de inmigrantes y trabajadores o de las comunidades LGBTQ+.
No sé si vayan a venir por mí. Pero por mucho que Trump y sus lacayos basen su plan político en una agenda nostálgica y excluyente como la que pintaba de Tocqueville, quiero creer que no puede haber marcha atrás. Cuando la gente, el pueblo, los ciudadanos organizados se rebelan contra sus tiranos y opresores para defender su libertad, su identidad, y su derecho a existir, la consigna es: ¡hacia adelante!
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