La primera vez que el mundo supo de este término fue cuando John McCarthy lo utilizó públicamente en la conferencia de Dartmouth en 1956, inspirado en gran medida en los trabajos de Alan Turing, Claude Shannon, y de John von Neumann. Desde entonces, las «máquinas pensantes» han evolucionado de formas inesperadas que han cambiado, literalmente, la vida de los seres humanos. Lo interesante es que apenas han pasado sesenta y nueve años desde que se nombraron por primera vez, y en este —digamos— corto período de tiempo, las tecnologías digitales prácticamente se han vuelto indispensables para la cotidianeidad de millones de personas, al punto de que nuestras vidas y rutinas están íntimamente ligadas a este desarrollo tecnológico
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Al reflexionar sobre su evolución podemos visualizar al menos seis etapas: desde los primeros años de 1940 a 1960 (la llamada era de la computación), pasando por los años de la microelectrónica (1970-1980), seguido de la etapa de la evolución del Internet (1990-2000), la consolidación de los teléfonos móviles (2000-2010), hasta llegar a la etapa del desarrollo de la nube digital y el big data (2010-2020). Finalmente hemos arribado a la última y la más desafiante de todas, la emergencia de la Inteligencia Artificial y de la automatización que, apenas en los últimos años, ha ido teniendo una creciente popularidad. Esto se debe en gran parte a la proliferación de sitios y aplicaciones que utilizan este desarrollo tecnológico en cualquier campo del saber. Por ejemplo, en la recopilación de información, la resolución de dudas, la investigación documental, el arte, la comedia, el diseño, la poesía, y así, un largo etcétera.
En la actualidad, las «máquinas pensantes» nos rodean por doquier, por lo que ya existen voces que predicen que, al ritmo que vamos, en un futuro cercano podrían empezar a sustituir a los seres humanos. De tanta tecnología inteligente, las personas se están volviendo cada vez más perezosas y torpes, como nunca en la historia de la humanidad.
En mi labor docente, me he topado de manera más frecuente con la duda de si mis estudiantes en algún momento me han engañado presentándome trabajos que no son de su autoría, y lo más probable es que la respuesta sea afirmativa. De hecho, yo mismo he empezado a aplicar este desarrollo tecnológico en mi quehacer pedagógico. Me he percatado que ahora es más fácil impartir clases, debido a que existe todo un enjambre de aplicaciones y sitios que facilitan enormemente la creación de contenidos multimedia, lo cual, ciertamente, es indispensable frente a estudiantes cada vez más inquietos y menos dedicados a la concentración y al estudio. Ser docente en el siglo XXI es indudablemente más complejo que en cualquier otra época del pasado.
Asimismo, es innegable que la inteligencia artificial también conlleva peligros inherentes, tal como demostró de manera evidente la aplicación china DeepSeek, que se niega a discutir temas sensibles para el entorno en que se creó. Los diseñadores de dichas tecnologías pueden privilegiar algunos autores, corrientes y enfoques, por encima de otros, promoviendo la tendencia eurocéntrica de invisibilizar las perspectivas de los países periféricos como Guatemala, lo cual puede influir en los valores y en la forma de pensar de las generaciones futuras, ya de por sí bombardeadas por las redes sociales y los teléfonos inteligentes.
Cuando en el día a día nos rodeamos de carros, semáforos, lavadoras, televisores y teléfonos inteligentes, entre otros muchos aparatos y aplicaciones «pensantes», el desafío para nosotros —otrora homo sapiens— es mantener el criterio y la capacidad analítica para no convertirnos en lo que ya Giovanni Sartori ha nombrado como simples «Homo videns».
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