Uno de los conceptos de la ciencia política más conocidos en la región es el de «gatopardismo», término que proviene de la obra El Gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, y cuyo relato se centra en las aventuras del príncipe Fabrizio Corbera, gobernante de la isla italiana de Sicilia entre 1860 y 1910. El significado que en la actualidad se le otorga al término «gatopardismo» proviene de uno de los diálogos en las que participa el protagonista de la obra, el cual es tan enigmático como contradictorio: «Que todo cambie para que todo siga igual».
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Lo genial de este oxímoron clásico de la obra de Lampedusa es que significaría que, en la política, frecuentemente existe la necesidad de que las clases gobernantes toleren ciertos cambios para mantenerse en el poder. Esta capacidad de mimetismo es crucial en el arte de lo posible, que es la definición clásica de la actividad política. Desde esa perspectiva, en Centroamérica el concepto de gatopardismo es comúnmente utilizado para describir los dilemas de los regímenes políticos de la región, ya que aparentemente hemos avanzado en muchos aspectos, incluidos el aparente avance de la democracia y el Estado de Derecho, pero en lo esencial, nuestros países siguen tercamente enfrentados a los mismos dilemas autoritarios y de injusticia social de siempre, tal como ocurre de forma evidente en El Salvador y Nicaragua, aunque un examen más detallado encontraría rastros de gatopardismo en el resto de los países centroamericanos.
Para el caso de Guatemala, el concepto de gatopardismo sienta bien ahora que está de moda esperar el cambio que prometió el gobierno del presidente Arévalo, no tanto porque dudemos de sus verdaderas intenciones de cambiar el sistema, sino porque el concepto ayuda a entender las raíces profundas de la corrupción, aspecto que explicaría su mal desempeño, a cinco meses de iniciada su gestión. En ese sentido, Bernardo Arévalo intenta infructuosamente promover un cambio por una razón obvia: no cuenta con el balance adecuado de poder para disminuir los actores que abiertamente se le oponen y, con ello, me refiero a las instancias judiciales y políticas que sistemáticamente han ido promoviendo un cerco legal e institucional que limita seriamente la capacidad de maniobra del nuevo gobierno.
Una razón más profunda proviene de la lógica: en un sistema donde la corrupción, el nepotismo y el tráfico de influencias era los mecanismos generalizados para hacer negocios y repartir los recursos públicos que alimentaban numerosas actividades corporativas, promover el combate a la corrupción es inviable, porque dejaría a muchos actores con poder político desempleados. Esto explica esa alianza de intereses diversos y difusos que tienen un objetivo común: garantizar que todos los cambios favorezcan la recomposición y aparente mutación de las prácticas bajo la mesa, pero no su desaparición.
Un aspecto más profundo es entender la naturaleza anómica de las instituciones, diseñadas de forma tal que, aunque se estructuran bajo el ropaje de Estado de Derecho y las normas de la administración pública, en la práctica favorecen interpretaciones antojadizas y contradictorias, garantizando que, pese a estar todo regulado, todo sea posible. Este diseño anómico es la que explica tantas controversias jurídicas, en las que fácilmente podemos encontrar grupos de abogados que con el mismo cuerpo legal, encuentran interpretaciones diametralmente opuestas.
Durante veinte años he argumentado sobre la anomia arraigada dentro del Estado y la sociedad guatemalteca. A pesar de las muchas satisfacciones que he obtenido en este recorrido analítico, el resultado ha sido contradictorio: en el ámbito público todos siguen ignorando este marco teórico, mientras que en privado todos reconocen su utilidad. La sociedad guatemalteca parece resistirse a nombrar las cosas por su nombre, ejemplificando claramente el concepto que utilizamos: nadie quiere realmente que la anomia del Estado se reduzca, por lo que paradójicamente siempre se anuncian cambios que no modifican sustancialmente la matriz anómica de este.
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