Desde pequeños nos enseñaron que el mundo es blanco y negro, donde existe un Dios que personifica todo lo bueno, y un demonio que sintetiza todo lo malo. En el mundo de la filosofía, esta visión contrapuesta se le denomina maniqueísmo: el pensamiento en el que existe una nítida línea que divide a los buenos de los malos, lo que permite que organicemos nuestra vida en torno a esta, aparentemente simple, pero errónea visión.
Congruente con esta visión, organizamos nuestra vida entera buscando pistas para alentar lo «bueno» y desterrar lo «malo», y aplicamos este criterio divisorio a todo lo que hacemos: ¿Qué comida es buena para mi salud? ¿Cuántas horas al día es bueno que miremos televisión? ¿Qué educación es buena para el desarrollo de mis hijos?, y así sucesivamente en un largo etcétera.
Si en el mundo cotidiano muchas veces no es sencillo trazar una línea nítida entre lo bueno y lo malo, en el mundo de la política la contrariedad es aún mayor. Los procesos electorales han ido perdiendo brillo porque es muy frecuente que, luego de una reñida contienda electoral, como la que se vivió en Estados Unidos en 2020, donde los votantes debieron elegir entre dos opciones problemáticas, el ganador termina decepcionando a sus votantes y simpatizantes. Esto refuerza la sensación de que ninguna opción es total y absolutamente buena.
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Hace más de 30 años, los filósofos húngaros Agnes Heller y Ferenc Fehér reflexionaron sobre la tendencia de la modernidad a seguir un enfoque maniqueo de intentar separar y excluir el bien del mal, cuando en realidad estas fuerzas están íntimamente relacionadas. Nos legaron una de las reflexiones más profundas de la época moderna: la idea de un péndulo que constantemente oscila de un lado de la historia al otro, negando la narrativa de una marcha lineal. En realidad, la historia está marcada por un péndulo, en el que periódicamente contraponemos realidades binarias que aparentemente se excluyen, pero que están íntimamente relacionadas: en la práctica, no hay actores totalmente buenos o malos, solo intereses que se contraponen. La narrativa binaria favorece el alineamiento con uno de los bandos, incluso cuando ninguno realmente convence. Esta reflexión concuerda perfectamente con los dilemas electorales cada vez más frecuentes. En el proceso electoral de Estados Unidos de 2024, por ejemplo, los votantes deben elegir entre un presidente mentiroso y sin escrúpulos que ya fue oído y vencido en juicio, y uno totalmente senil y poco confiable. En ese contexto, construir una narrativa maniquea evita que busquemos lo mejor, conformándonos con lo menos malo.
Aplicando el maniqueísmo al concepto de moda en Guatemala, el combate a la corrupción, se ha demostrado fehacientemente que erradicar la corrupción no es fácil, ya que está profundamente implantada en todo el sistema. Esto sugiere que probablemente nadie en la política está libre de pecado; justo por eso, la sensación cada vez más extendida en la sociedad global es que el sistema «está roto», tal como demuestra la investigación de Ipsos.
Cuando hablamos de corrupción, podemos referirnos a un concepto que he trabajado durante más de 20 años y que proviene del discurso sociológico: la idea de anomia. Durante muchos años, trabajé y argumenté sobre este tema, esperando que la conciencia al respecto favoreciera una reacción de los tomadores de decisiones. Sin embargo, con el tiempo, empecé a comprobar que mientras más hablaba del término, más era ignorado y excluido de los procesos de toma de decisiones, hasta que finalmente comprendí la razón: el discurso de la anomia no se articula en torno al maniqueísmo «buenos contra malos» que ha sido tan extendido por siglos. Esto dejaba mal parados a todos los que intentaban convencernos de que eran los «buenos». Todos los actores, incluyendo el que actualmente nos gobierna, exhiben signos de anomia, lo cual ciertamente es incómodo de decir o reconocer.
El maniqueísmo, por lo tanto, ha sido utilizado por la acción política como una forma fácil y expedita de producir alienación social, y en la época moderna, ha sido ampliamente empleado como un mecanismo para producir ganadores periódicos en el ámbito político. Sin embargo, tal distinción es solamente retórica: en la práctica, todos los actores políticos basan su acción en la negociación con quienes supuestamente son sus enemigos, para producir, en el estira y afloja con los adversarios, las decisiones públicas. Ante tal panorama, quizá la alternativa es no caer en el discurso maniqueo. Tal vez los ciudadanos debemos construir nuevas narrativas que eviten contraponer la idea de un bien o un mal nítidamente separados.
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