La ciudadanía estaba harta, hastiada, frustrada con los actos de corrupción del gobierno del entonces presidente Otto Pérez Molina y sus antecesores. Durante meses, cada fin de semana, en distintas plazas de los cascos urbanos, especialmente en el parque central de la capital guatemalteca, multitudes de ciudadanos y ciudadanas se congregaron para que Pérez y su exvicepresidenta, Roxana Baldetti, renunciaran a la primera magistratura. Lo lograron: hacia finales del 2015, el movimiento ciudadano exitosamente mostró al mundo que, sin violencia y por la legítima vía de la protesta y otras acciones de desobediencia, se podía defenestrar a un gobierno que no estaba sirviendo al pueblo sino sirviéndose con cuchara grande de cuanto acto de corrupción estuviera a su alcance. Fueron 140 días de primavera, como anotara el extinto medio Nómada.
Hoy, en Estados Unidos, podríamos aprender algo de lo que sucedió durante esas revueltas ciudadanas hace apenas una década. La última que vivió este país fue durante el periodo de la revolución que culminó con la independencia de las trece colonias del reino británico en 1776. Desde entonces, esta nación basada en principios republicanos y no monárquicos, y sustentada en un sistema democrático y representativo, ha tratado de perfeccionar un ideal que ha sido fuente de inspiración de los movimientos de emancipación a nivel global: el sueño de la libertad, el principio de que ninguno es superior a la ley, el sistema de pesos y contrapesos, la separación de poderes. El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
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En menos de tres meses, estos principios y las instituciones sobre las que se ha fundado este país se desmoronan bajo la arbitrariedad del aprendiz de dictador Donald Trump y sus cómplices neofascistas. La lista es larga: desde el desmantelamiento del Estado y del servicio civil, pasando por las desregulaciones y la imposición de tasas arancelarias que van a afectar la canasta básica y el crecimiento económico, la persecución y hostigamiento de inmigrantes y estudiantes internacionales, hasta el amedrentamiento de universidades y medios de comunicación social.
La prueba de fuego en este pulso por el mantenimiento del orden constitucional lo representa el caso del inmigrante salvadoreño Kilmar Abrego García quien, pese a la resolución del máximo tribunal constitucional y de justicia estadounidense, permanece detenido ilegalmente en una mega cárcel infrahumana de El Salvador, apodada «el gulag tropical». A pesar de las órdenes judiciales, Trump y sus acólitos siguen desobedeciendo a la Corte Suprema de Justicia y se niegan a repatriar a Abrego García para que su caso siga el debido proceso.
De allí que no suena descabellada la idea del periodista de derechas, David Brooks, de llamar a un levantamiento cívico pacífico a nivel nacional. Lo hemos estado viendo estas últimas semanas con el movimiento de Hands Off (No te metas) que ya ha convocado a dos manifestaciones masivas a inicios de abril y el pasado fin de semana, a lo largo y ancho del país. El comentarista conservador llama incluso a una serie de acciones colectivas que van hasta el paro nacional, con el fin de recuperar el poder ciudadano que Trump, argumenta, ha usurpado. Algo así como en la Guatemala de hace dos lustros, cuando la gente clamaba que les habían robado hasta el miedo de salir a las calles, Brooks expresa que «No tenemos nada que perder excepto nuestras cadenas».
Sin embargo, con el fervor de las protestas por la recuperación del poder ciudadano y la esfera pública, la pregunta se impone: ¿Qué nuevo tipo de sociedad busca este país construir para impedir que los elementos neofascistas no vuelvan nunca más a imponerse?
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