En Estados Unidos, la labor de los representantes políticos tampoco es muy apreciada. Según una encuesta de Gallup, solo un 26 % aprobaba la labor del Congreso en mayo pasado. Acorde a la misma fuente, otras instituciones estadounidenses gozan de mayor confianza que los parlamentarios, entre ellas la pequeña empresa, el ejército y la policía. Al igual que el Congreso, las grandes empresas, los medios de comunicación y el sistema de justicia son las entidades que menos confianza inspiran en la población.
Los gobiernos y las legislaturas estatales parecieran ser de mayor agrado para la ciudadanía, quizás porque están más cerca de sus representados. Minnesota, estado donde vivo y he trabajado por veinte años, en 2022, casi la mitad de la población (47 %) indicaba confiar en que el gobierno hacía lo correcto. Sin embargo, el sistema de salud, la policía y las escuelas públicas gozaban de mayor confianza.
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La labor del servidor público es desdeñada a pesar de su naturaleza de servicio sin ánimo de lucro. Si a ello le añadimos la creencia privatizadora de que con un gobierno más pequeño se pueden revertir ineficiencias, gastos y corrupción (al estilo del fallido DOGE) y que el gobierno es el problema, como decía Ronald Reagan allá a mediados de los ochenta, el servidor público se vuelve si no el enemigo, el obstáculo a vencer. Y si a ello le agregamos una retórica permanente por dividir a la población y deshumanizar a los tomadores de decisión política porque no corresponden a cierto credo ideológico, religioso o cultural, poco a poco se va creando un caldo de cultivo para la polarización y la violencia.
En este contexto, el vil asesinato de la expresidenta Demócrata de la Cámara de Representantes de Minnesota, Melissa Hortman y de su esposo, el sábado pasado en la madrugada, nos deja atónitos y sumamente conmocionados, sobre todo para quienes la conocíamos, trabajamos ocasionalmente con ella, o bien la mirábamos seguido por los pasillos de los edificios de la legislatura. Dada su personalidad y su rango, no creo que me haya saludado o reconocido alguna vez. Pero cuando le escribía para requerir una reunión y tocar temas de importancia para la comunidad, nunca nos negó una audiencia.
Quienes crecimos en regímenes militares autoritarios, conocemos de cerca este tipo de violencia política. En mi niñez y adolescencia, los asesinatos políticos eran casi que el pan de cada día. Brillantes políticos comprometidos con la justicia, el cambio social y el progreso de la sociedad —como Hortman— eran considerados comunistas o afines a los llamados subversivos y debían ser eliminados. Todavía no se conoce el motivo del asesinato, pero a juzgar por documentos encontrados en su automóvil, la posible motivación del sospechoso sería su oposición al aborto, tema que las políticas Demócratas apoyan firmemente.
Yo creí que no reviviría esto, mucho menos en Minnesota, considerado como uno de los estados más cívicos donde los ciudadanos de todo tipo se involucran y se sienten corresponsables en la toma de decisiones políticas. Las tasas de participación electoral y de voluntarismo son de las más altas en el país, a la par de un robusto sector filantrópico y de ONG. No obstante, no todo es nice en Minnesota. A la par también conviven grupos extremistas. Según el Southern Poverty Law Center, en su reporte sobre el odio y el extremismo en 2024, en este estado se calculan al menos 10 grupos antigobierno.
Sin embargo, no es militarizando al país o expulsando a los inmigrantes, como pretende el actual presidente acostumbrarnos, que se protegerá a la ciudadanía. Para preservar los principios mínimos de convivencia social y civilidad, se requiere de un Estado más fuerte y democrático, con servidores públicos de la dignidad e integridad de Hortman.
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