El Chilam Balam, La relación de las cosas de Yucatán y el Códice Florentino mencionan cómo la viruela afectó a la población. El Memorial de Sololá señala que la epidemia fue uno de los factores que contribuyeron a la debilidad y desorganización de los pueblos, lo que facilitó la dominación castellana.
Toribio Motolinia, monje español, que presenció esta epidemia, dijo: «Se convirtió en una peste tan grande entre ellos en todo el país que en la mayoría de las provincias murió más de la mitad de la población; en otras, la proporción fue menor. Morían en montones, como chinches».
Dicen textos españoles: «La peste del sarampión y la viruela fue tan severa y cruel que murió más de la cuarta parte de los indígenas de toda la tierra; y esta pérdida aceleró el fin de la lucha, porque murió gran cantidad de hombres y guerreros, y muchos señores, capitanes y hombres valientes contra los que habríamos tenido que luchar y tratar como enemigos, y milagrosamente Nuestro Señor los mató y los quitó de delante de nosotros».
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La esclavitud y el servilismo al que fueron sometidos, incluso hasta mediados del siglo XX, aumentó la mortandad y afectó cuerpos y subjetividades de los pueblos. Deterioró su aspecto físico y la capacidad de entender el colonialismo y oponerse a él; paralelamente, la violencia legal e ilegal impedía cualquier lucha para cambiar la situación. A pesar de ello, las resistencias, levantamientos, adopciones y adaptaciones sociales siempre estuvieron presentes.
En los primeros 300 años de la colonia, según Lujan Muñoz, las epidemias y los desastres ocurrían a un promedio de cada 5 años y continuaron diezmando a los pueblos, porque su salud y vida no eran del interés del Estado. Se enfermaban o morían y encima tenían que aportar trabajo material para surtir de maíz y reconstruir los daños ocasionados por enfermedades y desastres naturales.
Después de la independencia, el trabajo forzado en las fincas, la obra pública, la expropiación de sus pocas tierras comunales para repartirlas entre los cafetaleros incipientes, y la muerte en las guerras entre liberales y conservadores afectaron la vida, la organización social y la precaria economía de los pueblos.
Cien años después de la entronización de los liberales, el balance del Conflicto Armado Interno (siglo XX) es de miles de indígenas muertos o desplazados, muchos no combatientes, mujeres, ancianos y niños. De esta manera se rompió de nuevo la trayectoria de vida de los pueblos, el tejido social comunitario, familiar y multiplicó la pobreza, la desigualdad y el odio racista.
Hace años el Ministerio de Salud demostraba que los pueblos indígenas se encuentran en mayor desventaja ya que la mortalidad materna es tres veces más alta que en los pueblos no indígenas. Además, la desnutrición crónica y la mortalidad en general es el doble. Las mujeres indígenas presentan bajos niveles de educación y tienen menos opción de ser atendidas durante sus partos por un médico o enfermera. La tasa de desnutrición crónica en menores de 5 años es cercana al 50 %, la más alta del continente y una de las más altas del mundo.
Siglos de muerte, desolación, desprecio y olvido quisieron hacer de los cuerpos piltrafas humanas, para provocar narrativas y estereotipos racistas, achacando burlonamente a los pueblos su fealdad, la cual nunca fue una condición biológica natural, sino una construcción provocada por el sistema. Esta tragedia ha sido política. Se hace matar y se deja morir, signo de la colonialidad.
Sin embargo, la fortaleza civilizatoria de los pueblos, su dignidad, cultura, modo de vida, sistema de salud ancestral y la cohesión comunitaria, han permitido lo que hace algunos años se decía: «¡Estamos vivos!» En la actualidad, los pueblos son el refugio de la moralidad, la ética política y el modelo de democracia que le falta al Estado, demostrado todo en el levantamiento del 2023.
¡Hoy, los pueblos florecen con su belleza ocultada y negada!
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