El racismo es odio, implícito o explícito, voluntario o como reflejo social condicionado. Que se derrama en toda la estructura social guatemalteca, sin dejar nivel o espacio alguno libre de ese estigma que nos dejó la colonización.
Los países europeos fueron y son practicantes de la guerra como instrumento de dominación, explotación, sumisión y exterminio a los «otros», a los contrarios a su visión de ser la cúspide de la civilización (la única, creen, equivocadamente). Civilización incivilizada: guerras de corta y larga duración, cruzadas, invasiones hacia el oriente. Lograron, a través del terror, de una tecnología de guerra siempre renovada y de la ideología de la religión judeocristiana que adoptaron, marcar el odio y la violencia como núcleo de su lógica expansionista.
Para ellos, fuera de Europa los pueblos eran paganos no humanos, no tenían ciencia y sus prácticas y saberes no estaban a la «altura» de su falsa supremacía. Eso bastaba para hacerles la guerra y sembrar el odio y la muerte. Ahí fue el Holocausto contra los judíos, impulsado por el odio. Y ahora, desde ahí, se genera el odio de los judíos hacia los pueblos de Oriente Medio, que están siendo víctimas del más cruel, moderno e inmoral genocidio, como en Gaza: un racismo y un odio renovado, continuado y aumentado.
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A nuestros territorios, en 1524 —bajo el ropaje de cristianizar y civilizar—, penetró el odio como instrumento político para violentar, dominar y controlar. Se impusieron espacios institucionales al servicio de la colonia: leyes, relaciones sociales, jerarquías físicas, económicas, culturales y políticas, así como narrativas. Todos estos dispositivos fueron diseñados y aplicados por la fuerza desde el bloque de poder colonial, el cual persiste en forma de colonialidad en tiempos contemporáneos.
Dice Samuel P. Huntigtonn: «Occidente conquistó el mundo no por superioridad de sus ideas valores o religión (a la que pocos miembros de otras religiones se convirtieron), sino por su superioridad en el uso de la violencia organizada. Los occidentales a menudo olvidan este hecho; los no occidentales (“los otros”), nunca»[1].
El intelectual Enrique Duseel, determinó que la civilización occidental se caracteriza por su esencia: la ética de la muerte. En tanto, las civilizaciones «otras», como la maya, se fundan sobre la ética de la vida. Y es en esa contradicción donde se anida la invasión, el colonialismo-capitalismo-modernidad, lo que ha generado las relaciones tensas entre pueblos y Estado. La separación del ser humano de la naturaleza, como lo plantea la filosofía aristotélica y el judeocristianismo, incide en que, aparte de lo humano, nada vale; o si vale, es como recurso económico.
La cosmovisión maya se asienta en la visión integral del cosmos, la sociedad, el pensamiento, la espiritualidad, la economía y lo que se considera inanimado. Esta relación profunda con un «nosotros cósmico» plantea formas diferentes de concebir la vida y su sentido, lo cual marca distintos significados para quienes vivimos, aún, en esa relación de colonialidad.
Entender esa discrepancia filosófica, moral y ética es crucial en el tiempo actual porque ya está aquí la tercera guerra mundial (solapada y tecnologizada). La restauración del genocidio, el odio exacerbado que arrasa vidas inocentes, la muerte de la democracia y el reino del autoritarismo para dominar y explotar al mundo «otro», y garantizar el modo de vida imperial occidental de las elites racialmente diferentes (dicen) a costa de matar naturaleza, civilizaciones y pueblos.
Vienen tiempos difíciles para los subalternos, pueblos, mujeres, jóvenes, indígenas, migrantes, niños, pobres que son quienes están satanizados por el modelo global de «civilización», bajo la justificación de que es para su bien.
El futuro, será una lucha contra esa ética de la muerte prevaleciente y para ello los afectados (sur global) tenemos que volver a la raíz fundante de valores y principios que han sido excluidos e ignorados por la dominación colonial. Y así poder armar el entramado de la dignidad y fortaleza política en micros y macros espacios políticos, para sobrevivir y abatir el modelo violento y de odio que nos domina.
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[1] Samuel P. Huntington. El choque de civilizaciones y la reconstrucción del orden mundial (1996)
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