Era sábado, quería descansar y hacer eso que generalmente se hace en un día que intencionalmente no se programa nada, mi cuerpo lo pedía, luego de una ligera limpieza por toda la casa, estaba todo listo para echar a andar el plan. Me tiré con la fuerza de un niño a la cama y de pronto llegó, de la nada, un dolor en el abdomen, un huracán interno que devastaba todo en mis entrañas. El cuerpo es el primer territorio, uno que es, además, frágil y vulnerable, una playa a la espera de la tormenta; la vida y su irremediable necedad de cambiarlo todo en unos minutos, sorpresa, miedo, sí, la vida.
Soy parte del grueso número de guatemaltecas y guatemaltecos que viven al día, nunca he tenido seguro social, soy poeta y gestor cultural, oficios que, desde luego, son vistos como no merecedores de garantías mínimas de respuesta ante una emergencia. Todo el tiempo he vivido pidiéndole a la vida que no llegara a pasarle algo inalterable a la gente que quiero y a mí. Eso es a veces, lo único que se puede hacer en un país diseñado para abandonar, somos faquires comunes y corrientes que todos los días acariciamos el filo del cuchillo intentando salir ilesos, cuerda floja, esta vez, me tocó.
La realidad se vuelve difusa, recuerdo el camino al hospital: el tráfico, el susto, la gente y la cotidianidad que hace olvidar que la vida es un cristal delgado; sudo frío y el dolor lo recuerdo hasta el día de hoy, empiezo a pensar seriamente que moriré. Es la segunda vez en mi vida que siento el aliento de la muerte cerca, el camino se vuelve eterno, hay tráfico en Xela, siempre el tráfico, lloro, me rompo.
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Elegimos un hospital privado, digámoslo así, uno de precios económicos porque pensar en ir al hospital público o un privado de los «grandes» es algo que siempre se piensa dos veces: elegir el abandono estatal o los salvajes costos de la vía privada. Estar entre la espada y la pared, los dos caminos, decidir por lo peor o lo terrible, tomar decisiones, esperar si acaso un milagro, buscar soluciones. Ese día fue el inicio de este tiempo que trato de ver como aleccionador, no tenía idea de lo que seguiría, padecer quebrantos de salud en Guatemala es una tragedia que miles de personas atraviesan a diario de forma silenciosa y en solitario, una tragedia con mil formas de ser vivida y narrada.
Luego de varios días en estado casi inconsciente, y bajo los efectos de fármacos poderosos que hacen que todo el cuerpo empiece a crujir, lo que se pensaba sería algo que se resolvería pronto, resultó en una complicación tras otra. Las malas prácticas médicas provocaron que mi cuadro clínico comenzara a preocupar tanto a mi familia como a mí. Escuchar lo que nadie quiere escuchar, la conversación que se evita, la oración no respondida, el miedo, la angustia, la enfermedad tocando no solo la puerta, sino todo.
Enfermarse no se trata solamente de una dolencia física, va más allá, altera todas las dimensiones de la persona, hay un desorden que afecta desde el círculo familiar más íntimo hasta la sociedad en su conjunto. Si alguien sufre quebrantos de salud, si alguien enferma, algo en todas y todos repercute, de manera evidente o de una forma muy simple, la felicidad es al final la razón de todo, encontrar la plenitud, la salud es sin duda la base de este anhelo.
Se detiene el tiempo —mi tiempo— de aquellas cosas que antes conformaban mi cotidianidad poco queda, ahora son suplantadas por una tarea única: sobrevivir. Una cama de hospital puede ser cualquier cosa menos un espacio para descansar, pienso en todo mientras mi cuerpo sigue sintiendo un sismo interno. Me aflige la angustia de mi familia, las cuentas que llegarán tarde o temprano, ya no ser el mismo, trato de recordar momentos más gratos, aquellos que conforman mi memoria personal y que ahora se convierten en pequeñas anclas a la vida. No he comido y no comeré por las próximas semanas, es entonces cuando entiendo el valor de una gota de agua, de una sencilla cantidad de líquido disuelto en una jeringa que saciará mi sed, me aferro a la vida, sueño en medio del dolor.
Viene a mi mente constantes recuerdos en los que solo o acompañado me ha tocado surfear en las aguas más violentas del mar de la vida y el tiempo, no lo digo con remordimiento o con intención de victimizarme, lo digo más bien con cierto orgullo. En contextos violentos como en el que nos ha tocado vivir, la lección es resolver, sacar la astucia, aguantar, si algo rescatable puede salir de esto es precisamente eso: las formas de sobrevivencia. Pienso además que, si bien esta es una difícil experiencia, es la misma o en menor dimensión de las que atraviesan miles de personas en Guatemala a las que la falta de oportunidades o el acceso al sistema de salud les quedó lejos, más lejos que a mí.
Han pasado cuatro meses desde que mi vida cambió, un cambio fuerte y doloroso que me ha removido de todo aquello de lo que creía certeza. Hasta este momento en el que escribo estas líneas sigo convaleciente y a la espera de una intervención final que logre estabilizar mi organismo. Mientras tanto, pienso también en aquellas luces que brillan en medio de la oscuridad: horas después de haber sido hospitalizado la primera vez, la noticia corrió sin explicación lógica por diferentes lados, amigas, amigos, familia, gente que no conozco se unió de varias formas para apoyarme espiritual, energética y económicamente. La comunidad se organiza, la comunidad me salvó, la comunidad me ha manteniendo con vida. He tenido presente aquella hermosa frase del poeta Raúl Zurita que dice: «la vida es hermosa, incluso ahora» y, efectivamente, así lo creo, quiero creer.
Hay, en cualquier momento que se lea esto, personas atravesando problemas de salud y familias que sufren buscando soluciones en este país enfermo, a ellas y ellos, el amor y la solidaridad.
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