Desde que en Guatemala se diera a conocer el caso de corrupción «La Línea», un 16 de abril del 2015, Guatemala ha estado enfrentada entre dos bandos. Estos usan argumentos y lenguaje parecidos, cada uno intenta demostrar que la verdad, la justicia y la ley están de su lado; uno de los bandos incluso va más lejos, y expresa constantemente que los valores de la justicia divina y de Dios están de su lado, algo que indudablemente confunde a más de alguno de quienes intentan averiguar quién dice la verdad y quién la mentira. Paradójicamente, en el seno de ambos bandos, se producen de forma periódica discursos, encuentros y celebraciones que refuerzan la convicción de cada uno. De lo que se trata es de «derrotar al pacto de corruptos», o en su defecto, de expulsar la «amenaza del comunismo internacional» que quiere despojar a los guatemaltecos de todos sus bienes y valores. El argumento de cada bando es que el otro es el corrupto, el que abusa del poder, el que se beneficia del dolor y el sufrimiento humano, por lo que la misión de cada uno es rescatar a Guatemala de la debacle y la perversión.
La lucha enconada de cada bando ha tenido sus sucesivas fases de enfrentamiento. En el período 2015-2019, el bando que enarbola la bandera de derrotar al «pacto de corruptos» llevaba la delantera, gracias a los cuantiosos recursos que provenían de cooperación internacional, quienes alimentaban a un engranaje institucional formidable: la extinta Comisión Internacional Contra la Impunidad. Este recurso era legal e institucional, sin embargo, tenía un talón de Aquiles: necesitaba el reconocimiento del Estado de Guatemala, y el que ocupaba la silla presidencial de entonces pertenecía al otro bando. Durante los años subsiguientes, el sector que enarbola la bandera anticomunista y que se declara «patriótica», llevó la delantera, gracias a que controlaba prácticamente todas las instancias legales e institucionales, a excepción de unos cuantos reductos de oposición como lo era la PDH de Jordán Pérez y la CC de Gloria Porras, aunque en los sucesivos años, el grupo patriótico y anticomunista al que muchos llaman «pacto de corruptos» finalmente eliminó cualquier rastro de oposición institucional, lo que llevó a que se prepararan las condiciones para el llamado fraude electoral 2023, cuando se esperaba que este grupo consolidara su dominio.
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Pero justo entonces ocurrió lo impensable: un conjunto de circunstancias que ha sido ampliamente expuesto en estos meses llevó al poder a un candidato del otro bando, lo que desencadenó una de las crisis más largas y complejas de los últimos 70 años. El resultado ha sido una situación de estancamiento, en donde ninguno de los bandos controla todos los recursos e instituciones disponibles, y en el que, periódicamente, se dan noticias que pretenden convencer a los ciudadanos de que uno o el otro es el malo. Esta es la narrativa, por ejemplo, que pretende mostrar a Bernardo Arévalo y su grupo como más de lo mismo, intentando destruir con ello el discurso anticorrupción que lo llevó al poder, mientras que el equipo del Partido Semilla en el Gobierno intenta demostrar que la permanencia de la Fiscal General y de todas las cortes y actores empresariales que la protegen, son la causa verdadera de todos los males en este país.
Un análisis serio, mesurado y crítico demostraría bondades y problemas en cada uno de los bandos en pugna, aunque claro está, el balance podría determinar que uno de ellos tiene más aspectos negativos que positivos, y viceversa; pero lo importante es que ninguno de los dos lados de la historia tiene el poder para derrotar completamente al otro, por lo que la sensación es de una pugna eterna que compromete la posibilidad de que las instituciones gubernamentales tengan las condiciones adecuadas para trabajar por el bien del país, por lo que nuevamente, estamos en un período de empantanamiento y lucha eterna.
Bajo la perspectiva del yin y el yang que promulga la complementariedad de los opuestos, quizá el problema de cada lado de la historia es que cada bando intenta destruir y desterrar al opuesto, cuando en realidad de lo que se trata es que entren en cierta armonía, ya que cuando uno de los lados prevalece excesivamente sobre el otro, se producen desequilibrios que pervierten el sistema, haciéndolo inoperante. La historia de Guatemala quizá está demasiado acostumbrada a los desequilibrios y exclusiones, lo que nos lleva a un patrón repetitivo: una sociedad condenada al fracaso. ¿Aprenderemos alguna vez de nuestros errores como sociedad?
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