Desde que en la década de los años setenta y ochenta se iniciaron en Bolivia y en Argentina los cortes de ruta como una estrategia de lucha política y ciudadana, la fascinación por este tipo de estrategia política se volvió paulatinamente recurrente. Especialmente porque, en un principio, demostró ser una acción muy efectiva para obtener resultados políticos.
La Central Obrera Boliviana (COB) fue la primera organización sindical que recurrió a esta estrategia el 1 de noviembre de 1979, al establecer puestos de control en varios puntos estratégicos de Bolivia, acción que se extendió por 16 días consecutivos. El resultado fue contundente: la movilización ciudadana provocó una represión violenta por parte del entonces gobierno de facto que intentaba frenar las manifestaciones. Sin embargo, lo que realmente provocó fue el aislamiento político y social de las autoridades, lo que finalmente contribuyó al derrocamiento de dos presidentes en 16 días, Walter Guevara Arze, el uno de noviembre, y Alberto Natusch Busch, el 16 de noviembre.
Debido a este sorprendente resultado, primero en Bolivia, luego en Argentina y posteriormente en otros países de Latinoamérica, se empezaron a multiplicar este tipo de protestas ciudadanas que fueron denominada por la teoría de movimientos sociales como una «estrategia disruptiva» efectiva y novedosa, por lo que pasó a formar parte del repertorio político de lucha estándar por parte de los actores y movimientos sociales subalternos.
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En Guatemala, los primeros cortes de carretera se iniciaron a mediados de los años setenta en pleno Conflicto Armado Interno; no obstante, dichas acciones fueron siempre limitadas y no implicaron grandes movilizaciones ni coordinación estratégica con otros actores, en gran parte, debido al contexto de represión que prevalecía en esos álgidos años. Posteriormente, desde los años noventa en adelante, se fueron generalizando paulatinamente tales estrategias de lucha, que fueron avanzando en la capacidad de movilización y de articulación con distintos sectores sociales. Así ocurrió con la movilización más relevante en el 2023, cuando se mantuvieron los bloqueos por 32 días, mientras que se mantuvo un plantón frente al MP por 74 días consecutivos.
Pese a que hay algunos argumentos a favor de tales acciones de lucha, la evidencia en Guatemala parece apuntar al paulatino y generalizado cansancio ciudadano respecto a dicha estrategia política. Existen varios factores: primero, han provocado mucho dolor y sufrimiento en los ciudadanos comunes y corrientes, quienes son los que realmente padecen de forma directa esos bloqueos. Segundo, aunque indudablemente tales medidas afectan al sector empresarial y a la clase política, su impacto es cada vez menos directo y efectivo. Tercero, la sospecha sobre los últimos bloqueos sugiere que fueron instrumentalizados por actores políticos que impulsan objetivos que, lejos de buscar el bien común y el bienestar ciudadano, terminan defendiendo los intereses dominantes.
Lo peor de los bloqueos es que, lejos de empoderar las luchas ciudadanas y promover un cambio estructural, están más bien socavando lentamente la legitimidad de los actores progresistas. Así, pueden convertirse en argumentos a favor de figuras autoritarias al estilo de Donal Trump y Nayib Bukele, lo cual podría significar que, en el 2027, iniciemos un proceso de regresión autoritaria muy pronunciado.
Ojalá los actores ciudadanos entiendan que esta sociedad está cada vez más cansada de que tanto los defensores del statu quo, como los supuestos promotores del cambio, no se preocupen por ser sensibles a las muchas penurias y problemas que padecen los guatemaltecos en su cotidianidad.
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