En las crisis, el individualismo y el consumismo suelen presentarse como un refugio para la mente, como apuntaba el educador Abraham Flexner. Pero son las actividades que no «sirven para nada» —leer, bailar, escuchar— las que nos salvan de la asfixia. Esa aparente inutilidad es, en realidad, lo que sostiene a las comunidades: nos recuerda que el sentido no nace de la productividad, sino del vínculo.
Pensar en nuevas sinfónicas implica, antes que nada, pensar en las personas a quienes van dirigidas. Un gran artista y gestor guatemalteco recalcaba el valor en crear desde el territorio. ¿Para quiénes es la propuesta? ¿Por qué debería interesarles? ¿Cómo la conocerán? Son algunas de las preguntas que hay que responder antes de lanzar un afiche. En marketing se habla de cliente objetivo, mientras que la comunicación cultural se enfoca en las diversas audiencias con sus distintas historias y expectativas. Cuando la narrativa corresponde a estas realidades, las artes generan orgullo cívico y sentido de unidad.
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Hace poco leí la inquietud de una usuaria debido a la cantidad de actividades culturales que se ejecutan simplemente por cumplir una agenda, sin preguntarse por su trascendencia para la comunidad. Y es que una comunidad se construye alrededor de narraciones: historias que nacen en colectividad y expresan el modo de sentir de una época. Por eso, para narrar, primero hay que escuchar. De lo contrario, no hay historia, y sin historia no hay pertenencia.
Hoy, sin embargo, la escucha se ha debilitado junto con el silencio y la contemplación. Para el filósofo Byung-Chul Han esto deriva en una crisis de la narración y, por consiguiente, de las comunidades. Uno de los síntomas es el auge del storytelling, aunque basado en la narración, está destinado al uso comercial. No se trata de condenarlo, sino de recordar que, en música y cultura, la labor va más allá de un consumo reducido al posteo, «me gusta» y compartir. Lo cultural no existe para llenar agendas, sino para sostener vínculos.
Flexner nos recuerda que la necesidad de crear es tan fundamental como respirar. Por eso, en un mundo consagrado a la producción, detenerse es un lujo; pero hacerlo para cultivar el espíritu permite sostener la vida comunitaria e imaginar un futuro diferente. De ahí que sea posible hallar descanso en la experiencia cautivadora de ver y escuchar a sesenta músicos en escena.
Aún hay mucho por mejorar en la gestión pública, pero que hoy gocemos de más músicos del Estado es motivo de celebración. Ochenta y un años después llegó la oportunidad de devolverle al pueblo el apoyo que ha dado a los músicos desde su primer día en un conservatorio o una escuela municipal. Además, son nuevos espacios para dignificar el empleo y mejorar las condiciones para las nuevas generaciones de músicos académicos.
¿De verdad necesitamos más sinfónicas en esta coyuntura? En su conmovedor vals Noche de luna entre ruinas, el maestro Mariano Valverde evidencia que la música nos ayuda a resistir y entrever un rayo de luz para recorrer un camino decoroso, como lo llama Flexner. Ese poder de cambio no es abstracto: es responsabilidad. Ser trabajadores del Estado implica corresponderle al pueblo con excelencia, disciplina y servicio. La cultura pública no puede depender de la inercia ni de la repetición; exige escuchar, actualizarse y actuar con coherencia. Solo entonces la existencia de una sinfónica cobra sentido.
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