Y es que hay que reconocer que existen formas contemporáneas de hacer colas amorfas aparte del tumulto avanzante latinoamericano. Está la fila conceptual cubana: cuando llegan, preguntan — ¿Quién es el último?—, y luego se van a dar una vuelta sabiendo detrás de quién van. O la manera duchampesca de dejar la chancleta haciendo cola mientras se van a sentar a la sombra en Tailandia. Ambos ejemplos aceptan la espera como un acuerdo social tácito.
Pero la que verdaderamente se compara con aquella diseñada por el mismísimo cachudo, tanto por su ineficiencia de avance como por su método de tortura, es el embotellamiento de automóviles chapín (como el que se forma todas las mañanas de días hábiles en el paso a desnivel «de a la vuelta» de mi casa). Es igual de tortuoso que esperar cuando ya te estás haciendo, pero con las licencias poéticas que nos da el estar dentro de un carro. Como volvernos unos HDP y gritarle una grosería a un viejito a escasas tres cuartas de distancia. O invadir una gasolinera para abrirnos paso y adelantar cinco carros. A mí me agarra por el lado didáctico: una vez le di a una señora que pretendía colárseme una máster class de cómo estaba maleducando a su nieta que iba de pasajera.
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Y mientras tanto yo, en la cola del cine, apretando las piernas, pensaba —para distraerme— que el tránsito es tal vez la forma más cotidiana de política que practicamos: la metáfora del ciudadano neoliberal. Hay quien confía en el sistema de turnos, quien se cuela, quien tiene el privilegio de no esperar.  Nuestra prisa es más importante que la prisa de los otros porque estamos convencidos de que «los otros» son el obstáculo. Queremos avanzar pero no ceder el paso. Nos molesta el tráfico pero somos el tráfico.
El Numbeo Traffic Index (2025) dice que el tiempo promedio de desplazamiento en Ciudad de Guatemala ronda los 50 minutos, aunque en las zonas más congestionadas o lejanas puede superar fácilmente las dos horas —trece años de nuestras vidas—. Y, según el Observatorio Nacional de Seguridad del Tránsito, al cierre de 2024 había 5.7 millones de pequeños feudos con ruedas. Si el atasco es la suma de nuestras microsoberanías, mejor sería empezar a hacer algunos acuerdos.
Quizás lo que necesitamos no son semáforos inteligentes sino más chancletas. En vez de contratar un ejército de policías que dirijan el tránsito, podríamos aprender a preguntar(nos) quién es el último y dar paso. Comportarnos menos como un atascón de carros y más como un tumulto del cine. No necesitamos un monorriel sino a Toretto en la administración municipal para ejercer el tráfico como familia. Y ahí surge la duda: ¿es labor mía educar a quienes se cuelan —ya sea con mano dura (no dejarlos pasar) o con amorosos discursos de ventana a ventana— o dejar que el individualismo capitalista siga ganando?
Vengo del futuro a contarles que, eventualmente, entré al cine. Comprendí que el verdadero desafío no está en la velocidad, sino en aprender a ceder, porque en algún momento llegaremos todos al baño. Quizás, después de todo, mi amigo tenía razón: el infierno no es la espera, sino cómo decidimos esperar. O como diría Chente «No hay que llegar primero, sino hay que saber llegar».
 
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