Sucede que, «de acuerdo con ciertas leyendas y tradiciones, en los pueblos de Mesoamérica se cree que cada ser humano, al nacer, trae consigo el espíritu de un animal que lo cuida y orienta. Estos espíritus, llamados nahuales, solamente se manifiestan en los sueños y muy raramente se materializan, excepción hecha de una necesidad superlativa»[1].
Podrá imaginarse el lector el encontronazo que tuve con el cura aquel, recién llegado de la ciudad capital y desconocedor de nuestros idiomas, costumbres y tradiciones. Conste, para ser ecuánime, estas costumbres y tradiciones (aunadas a nuestras leyendas vernáculas) tampoco eran sabidas por toda la población. Y el concepto de cosmovisión como tal comenzaba a manifestarse como una concepción global del universo en el mundo no q’eqchi’. Transcurría el año 1969.
Pasados unos quince años volví a encontrar al cura que, para entonces, ya hablaba q’eqchi’, pocomchí y achí. Se había incardinado no solo a la diócesis sino a los pueblos originarios donde había trabajado (en tanto incorporado, vinculado y aceptado por dichos pueblos) y sabía mejor que yo la historia de nuestro territorio. Vista su transformación porfié en el símil del nahual con el ángel de la guarda y otro encontronazo no hubo. A cambio, sí un lapso de diálogo asertivo y enriquecedor. Cuando nos despedimos, palmeándome el hombro izquierdo me dijo: «No te metas nunca con un nahual que tiene nahual». Para entonces yo ya ejercía como médico en la región donde nací y jamás había escuchado semejante adjetivación: Nahual de un nahual. Y tampoco mis amigos q’eqchís (cuya amistad devenía desde nuestra infancia) supieron explicármela.
[frasepzp1]
No fue sino hasta que investigué en campo acerca del obispo Antonio de Valdivieso, el tercer obispo de Nicaragua asesinado en 1550 por los hijos del gobernador Rodrigo de Contreras y nietos de Pedrarias Dávila, que escuché acerca del nahual del nahual. El propósito de mis visitas allá (Nicaragua) fue recabar datos para escribir la novela Las doce cartas del obispo Valdivieso que ya está en proceso editorial. Fue en un pueblo de pescadores llamado Las Peñitas perteneciente al municipio de León. Allí, uno de los guías que contraté me contó acerca de ello. Según su versión, se trata de una persona que como tal nace con nahual, pero sus virtudes como la bondad, entrega, amor por el prójimo, honestidad, honradez, etcétera, lo convierten a la vez en un ser protector. Sea de una persona, una familia o de una colectividad. Según me confió: «[…] a esta persona transmutada en protectora, su nahual lo protege con doble o triple intensidad. Entonces, meterse por la mala contra un nahual con nahual es ponerse en riesgo de ser acometido por aquello que lo protege al doble o al triple de la intensidad usual».
En este momento de la lectura (de este artículo) puede generarse la pregunta: ¿Por qué propiciar el espacio para escribir acerca de dichos relatos que se decantan entre el mito, la leyenda y la historia? Mi respuesta, para este caso particular es: Porque un amigo experto en antropología social recién me compartió (verbalmente) algunos de sus hallazgos relacionados con los nahuales en orden a una investigación que está llevando a cabo para obtener su grado de maestría y ha encontrado –en dos ocasiones– las mismas versiones que me proveyó el guía que contraté en Las Peñitas. Consideré oportuno entonces compartir estos conocimientos que nos proveen identidad cultural.
Así, junto al recuerdo de mi amigo cura (El incrédulo como yo le llamaba) que echó pasos atrás en un lapso de quince años y al final del término me aconsejó: «No te metas nunca con un nahual que tiene nahual» reflexiono ahora la frase con la que se despidió el antropólogo social (Magister en ciernes como le llamé a guisa de broma): «Se necesita ser muy bruto para acometer a una persona que está dedicada a hacer el bien y solo el bien».
Por algo será, y al entendido por señas.
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[1] Guerrero, Juan J. (2014). La noche del escarabajo. Guatemala: Comisión Permanente Juegos Florales Hispanoamericanos de Quetzaltenango. Págs. 74-75.
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