Es justamente el caso del quingentésimo aniversario de la fundación de Quetzaltenango de la Real Corona como se le denominó a Xelajú en la Víspera de la Fiesta del Espíritu Santo, el año de 1524. Baste recordar que en 1838 se constituyó en la capital del Sexto Estado de los Altos de la Federación de las Provincias Unidas de Centro América para comprender que, solo esa gesta, ameritaría cientos de páginas para aquilatarla a la luz de la historiografía.
Por esa razón, aunque quisiera tener más espacio para argumentar acerca de la ciudad que yo llamo mi segunda casa, solo argüiré acerca de tres pilares o elementos de su conciencia social. Me refiero a esa razón popular (su consciente colectivo) que le da sentido de pertenencia y que, en mayor o menor manera, hace posible una identidad y una cohesión casi inquebrantable.
El artículo lo escribo justamente el día 15 de mayo. Una fecha de muchas connotaciones a más de ser la fundacional de Quetzaltenango. Entre otras, es el Día Internacional de la Familia. Recordé entonces que una de las fortalezas de la sociedad quetzalteca es la preservación y devoción por la familia. La unidad familiar para ellos es un norte y también un derrotero. En Quetzaltenango la familia se valora, se justiprecia, se respeta y se ama. Sin distinción de categorías sociales o económicas, y esa condición redunda en una juventud estudiosa, trabajadora, con ideales y propósitos definidos. Así, se puede afirmar que su sociedad tiene muy enraizada la pertenencia y encarnado el valor de sí mismos. Entre esos conceptos representativos e inconfundibles está el espíritu de libertad y autonomía que les dejó su propia historia. Para los quetzaltecos, la familia es primero.
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No se puede soslayar el pilar de la educación. Desde la educación formal que ha sido un ejemplo a lo largo de sus cinco centurias (hasta sus propios especialistas en medicina generaron cuando en otros lugares de América Central ni se soñaba con tenerlos) hasta el concepto de la educación como una manera en que los pueblos preparan a la niñez y la juventud para enfrentar la vida. En esta categoría cognitiva han sido una especie de avanzada a nivel nacional. Entre sus haberes, su educación superior ha ido más allá de titular profesionales porque, en ciertos lapsos históricos, han producido su propio conocimiento. A ojos vistas, en la sociedad quetzalteca se puede aplicar perfectamente la cita de Juan Martini con relación a la generación de cognición: «Con los mismos materiales, con estos mismos materiales, la historia puede organizarse de otra forma. (…) Con el mismo elenco, y con los mismos temas, me dice el hombre, no sólo es posible organizar muy diversas versiones de la historia sino también, a partir de cualquiera de sus elementos, internarse en otras historias, en un número inimaginable de relatos que, en la medida en que se desarrollan, se alejan del corazón de estos hechos y configuran otros núcleos, otros sistemas, otras historias…»[1]. (Martini; 1997: 3).
Y un tercer pilar –que no último ni terminal en cuanto sus características– es el amor por la cultura y las culturas. Su fomento en Quetzaltenango –que beneficia a toda Guatemala– va por la vía de la conservación y la práctica de costumbres y tradiciones que propician la convivencia armoniosa y de constante aprendizaje. El arte para ellos es como el oxígeno para el espíritu de su territorio. Son los Centenarios Juegos Florales Hispanoamericanos, la expresión máxima de ese estamento que le hace frente a los intentos del postmodernismo con relación a sus tentativas de generar sociedades con vacío existencial y personas sin referencias cuya auténtica cultura sea su cultivo interior. En Quetzaltenango coexisten más de diez grupos (muchos de sus miembros autodidactas) entre poetas, escritores, dramaturgos, músicos y otros que animan incluso el ejercicio de prácticas filosóficas que orientan hacia un análisis de la intencionalidad. Se acercan mucho a la escuela de Edmund Husserl con relación a la fenomenología de la conciencia. Ni qué decir, éticamente parecieran basados en el pensamiento de Max Scheler que preconiza los valores como entidades a los que se puede tener acceso por un modo propio de conocimiento.
Así pues, Quetzaltenango, Xelajú, o Xelajuj Noj, llegó a sus 500 años bajo la salvaguardia de una sólida identidad ganada a pulso. Vaya para ellos nuestra admiración y respeto y para nosotros (los guatemaltecos que no chapines), el estímulo para imitarlos.
[1] [1]Martini, Juan. (1997). «La máquina de escribir». En Raquel Rivas Rojas, Sujetos, actos y textos de una identidad: de Palmarote al Sacalapatalajá. Caracas: Fundación Celarg (Colección Cuadernos).
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