A lo largo de la historia, los pueblos originarios han sido catalogados como el enemigo a vencer por parte de las élites. Esas que se apropiaron de las tierras comunitarias durante la invasión y la colonia y que se valieron de leyes espurias para legalizar el despojo. Las mismas élites que continuaron con el saqueo durante la fundación y consolidación del estado liberal.
Al igual que sus antecesoras, se valieron de leyes que sustentaron su robo parasitario. Mediante este amañaron la inscripción de propiedades malhabidas, pero registradas a sus nombres. A fin de conservar el control ilegal de propiedades comunales arrebatadas a quienes desde su origen habitaban estas tierras, promulgaron normas que les permitían el robo.
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De esa cuenta, se hacía necesario también justificar el pillaje mediante la construcción del sustento ideológico que lo respaldara. Así nace el ideario racista de las élites que generaron el imaginario según el cual tenían como misión mejorar la composición social y aportar su sangre en un violento mestizaje que solo pretendía preservar la apropiación de las tierras y defenderlas como propiedad privada.
La conflictividad social en Guatemala nace ante el despojo violento de la tierra y el legítimo reclamo por acceso a ella como medio de subsistencia individual y colectiva. Reclamo que ahora incluye la defensa del ambiente y la naturaleza desde la cosmovisión de los pueblos indígenas. Esa disputa de la tierra como el recurso más importante supera los dos siglos e incluyó durante la contrainsurgencia, la repetición del genocidio cometido en el Siglo XVI.
La brutalidad de la acción criminal de los invasores incluyó masacres, el incendio de pueblos enteros, violaciones masivas y la destrucción sistemática de comunidades. El objetivo a eliminar eran los habitantes originarios, ya fuera mediante la ejecución directa o a través de la dominación esclavista. Cuatro siglos después, los pueblos originarios volvieron a ser identificados como enemigos a destruir, esta vez por el Ejército nacional, que los clasificó como enemigo interno.
Masacres, ejecuciones masivas y sumarias, desaparición forzada, violaciones, tierra arrasada, concentración en las llamadas aldeas modelo, fueron la norma del comportamiento militar contrainsurgente. Acción represiva que solo fue posible mediante la consolidación de la ideología racista que justificaba como castigo la rebeldía social, particularmente indígena, ante la continuada agresión y despojo. Superado formalmente el conflicto sin que se resolvieran los problemas de fondo, en especial el relativo a la tenencia de la tierra y las prácticas de apropiación ilegal continuada por las élites, se recurre al derecho penal del enemigo como castigo ejemplificante.
De tal suerte que el uso indebido del derecho penal o criminalización de liderazgos y autoridades indígenas o comunitarias, solo es una nueva forma de usar la maquinaria racista para garantizar el despojo. Así fueron criminalizados antes Abelino Chub, Bernardo Caal, María Choc, entre otras personas. En tanto que ahora, Luis Xol Caal, Luis Pacheco y Héctor Chaclán, están privados de libertad mientras que Leocadio Juracán enfrentará proceso penal.
En todos los casos el común denominador es la pertenencia étnica y el liderazgo comunitario en defensa del ambiente contra el monocultivo extensivo, el extractivismo irracional y la defensa de la democracia. De manera que la criminalización de las autoridades ancestrales o liderazgos indígenas no es casual, sino parte de un patrón constante de agresión nacida del racismo desde el poder.
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